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miércoles, 10 de abril de 2019

Poyales: El caso de la Rubia Platino (II)


Al día siguiente el detective estaba a primera hora de la mañana en el barrio de su primera cliente. Había amanecido despejado y parecía que el sol, recién estrenada la primavera,  algo calentaría. El día anterior cuando se fue la rubia platino, cogió el dinero de la mesa, dejó la mitad en un cajón y el resto lo guardo en su cartera. ¡Era el primer sueldo que cobraba en casi cuatro años! Cuarenta y cuatro largos meses, en particular los larguísimos ocho últimos.

Salió de compras. Aprovechó algo la nevera tan deshabitada últimamente. Hizo la comida, arroz con pollo que le supo a gloria. Después de comer se puso al día con ayuda de san Google en un ciber café. Construyó un plano del  barrio, las calles, las tiendas, bares, entidades financieras, donde tendría que trabajar al día siguiente. Después volvió a casa se puso un viejo chándal y unas playeras más viejas aun y salió a correr un poco por el parque. Cenó lo habitual desde hacía meses: una manzana, un vaso de leche y un par de galletas. Estuvo leyendo un buen rato y se acostó temprano, para estar fresco y despejado al día siguiente.

Aparcó el coche en un aparcamiento cercano.  Cogió un diario que llevaba en el asiento del copiloto y con él  en las manos, caminando, recorrió todo el barrio, situado en las afueras de Toledo, construido en los años del boom inmobiliario. La casa de su cliente era un chalet adosado. Volvió por otra calle hacia el aparcamiento que estaba detrás de una plaza en la que se ubicaba un edificio del consistorio toledano. Tomó café en un bar. Se sentó al lado de una ventana desde la que se divisaba toda la plaza y abrió el periódico más atento a lo que se hablaba a su alrededor y a lo que ocurría en la plaza que al diario. A los veinte minutos pagó su café y salió a pasear otro rato para familiarizarse con el barrio, ya que eso no pudo hacerlo a través de la pantalla. Por muy bien que lo explicara el señor Google una mirada personal era mucho mejor. Pasó por la puerta de la entidad financiera donde supuestamente trabajaba la persona que tenía que vigilar. Dando unos pasos más desembocó en otra plazoleta donde había un bar, una tienda y la Iglesia del barrio.

                                      Imagen del archivo fotográfico de la ACDT El Piélago 

Entró en el bar y pidió un café, ahora descafeinado. ¡Coño! Había tomado un par de sorbos cuando entró el marido  de su cliente. Se puso en tensión atento a todo lo que pudiera escuchar. Oyó que el camarero preguntaba al recién llegado y por la forma de dirigirse a él debía ser u cliente habitual:

— ¿Qué tal va la mañana?

—Tranquila —respondió el recién llegado— Es raro que aquí pase algo fuera de lo normal.

— ¿Ya sales? —volvió a preguntar el de la barra.

—Sí. Tengo que atender unos asuntos personales. Durante un par de horas la oficina estará bien atendida.

—Que suerte tienes. A saber que asuntos te traes entre mano —dijo un tanto irónico el camarero.

Poyales pagó su café y salió la puerta donde encendió un cigarrillo con mucho cuidado para que el humo no le jugara una mala pasada. Nunca había fumado. Era algo a lo que recurría cuando, como ahora, necesitaba estar en la puerta del bar con un  motivo aparente y el fumar lo era.

A los cinco minutos salió el “marido” se subió en un Audi blanco A4 y se fue. El detective anotó mentalmente la matricula y cuando se retiró un poco del bar lo apuntó en su libreta azul recién estrenada. Siguió paseando  y dando un rodeo, el señor Google maps era genial, se acercó a la calle de la cliente y pasó por delante de la puerta. Aparcado estaba el Audi del marido. Miró disimuladamente hacia las ventanas pero desde allí no puedo apreciar nada. Un poco retirado a unos cincuenta metros había un pequeño parque. A esas horas estaba solitario excepto un hombre mayor que estaba sentado en un banco, el único que simple vista había. Tenía apoyada la cara sobre las manos y estas sobre su bastón. Llevaba una boina calada hasta los ojos y barba cana y rala de varios días sin afeitarse. En esa posición parecía otear todo lo que pasara frente a él.

—Buenos días abuelo —saludó Poyales sentándose en el banco.  Esperaría pacientemente. Si como le dijera al camarero, tenía que estar de regreso en la oficia en dos horas, no sería muy larga la espera. En el banco no se estaba mal: daba el sol y no hacia frio. 

—No soy su abuelo —contestó el viejo sin prisas y con un soplo de voz.

—Perdone usted. No quise ofenderle. Era una forma de hablar —replicó Poyales un tanto sorprendido. Desde donde estaba no veía directamente la puerta de la casa, aunque podría decir que cualquiera que entrara o saliera de ella tendría que pasar ante su vista. Y sobre todo no perdía ojo del coche—.  ¿Viene aquí todas las mañanas?

— ¡Ps! Depende del tiempo —contestó con desgana y sin prisas el viejo.

—Parece un parque solitario —insistió el antiguo inspector.

—Al que no suelen venir forasteros —replicó un tanto irónico el viejo.

Llevaría una hora sentado junto al viejo cuando vio pasar una mujer morena y menuda. Sin apreciarlo muy bien por la distancia, parecía todo lo contrario a su cliente. Parecía salir de la casa, aunque no se veía la puerta Poyales lo intuyó. A los diez minutos por el mismo lugar pasó el supuesto infiel. Montó en su coche y se marchó. El detective miró su reloj, eran las doce  y cuarenta y cinco minutos de la mañana. Habían pasado exactamente dos horas y quince minutos desde que el sospechoso saliera del bar.

—Ahí se debe armar cada orgia de la leche —comentó el viejo cuando el coche del vigilado arrancaba.

— ¿Cómo dice? —preguntó el detective sorprendido.

El abuelo ni se inmutó. Durante todo el tiempo había mantenido la postura: apoyaba la barbilla en las y estas sobre el bastón, un poco inclinado hacia delante.

— Que se lo deben pasar bien. En mis tiempos estas cosas eran un disparate —remachó con parsimonia.

— ¿Qué quiere decir? —insistí.

En esos momentos apareció una chica joven que se acercó dando los buenos días y con palabras cariñosas ayudó a levantarse al viejo y renqueando se lo llevó.

El detective estuvo sentado solo otros veinte minutos y después se acercó a la casa de su cliente. Con cuidado entró en el jardín y se dirigió a la puerta de la casa. Una puerta blanca, en apariencia de buena calidad, con cerraduras doradas y un pomo muy brillante del mismo color. Llamó aunque no esperaba que abriera nadie. Espero unos segundos. Volvió a llamar. Disimuladamente levantó la mano y la paseó  por el dintel de la puerta. Allí no había ninguna llave. Volvió a recorrer el dintel con la mano y, de repente con la mano levantada sobre el dintel, se abrió la puerta.

Continuara…

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