Al día siguiente el detective estaba a primera hora de la mañana en el barrio
de su primera cliente. Había amanecido despejado y parecía que el sol, recién
estrenada la primavera, algo calentaría.
El día anterior cuando se fue la rubia platino, cogió el dinero de la mesa,
dejó la mitad en un cajón y el resto lo guardo en su cartera. ¡Era el primer
sueldo que cobraba en casi cuatro años! Cuarenta y cuatro largos meses, en
particular los larguísimos ocho últimos.
Salió de compras. Aprovechó algo la nevera tan deshabitada últimamente.
Hizo la comida, arroz con pollo que le supo a gloria. Después de comer se puso
al día con ayuda de san Google en un ciber café. Construyó un plano del barrio, las calles, las tiendas, bares,
entidades financieras, donde tendría que trabajar al día siguiente. Después
volvió a casa se puso un viejo chándal y unas playeras más viejas aun y salió a
correr un poco por el parque. Cenó lo habitual desde hacía meses: una manzana,
un vaso de leche y un par de galletas. Estuvo leyendo un buen rato y se acostó
temprano, para estar fresco y despejado al día siguiente.
Aparcó el coche en un aparcamiento cercano. Cogió un diario que llevaba en el asiento del
copiloto y con él en las manos,
caminando, recorrió todo el barrio, situado en las afueras de Toledo,
construido en los años del boom inmobiliario. La casa de su cliente era un
chalet adosado. Volvió por otra calle hacia el aparcamiento que estaba detrás
de una plaza en la que se ubicaba un edificio del consistorio toledano. Tomó
café en un bar. Se sentó al lado de una ventana desde la que se divisaba toda
la plaza y abrió el periódico más atento a lo que se hablaba a su alrededor y a
lo que ocurría en la plaza que al diario. A los veinte minutos pagó su café y
salió a pasear otro rato para familiarizarse con el barrio, ya que eso no pudo
hacerlo a través de la pantalla. Por muy bien que lo explicara el señor Google
una mirada personal era mucho mejor. Pasó por la puerta de la entidad
financiera donde supuestamente trabajaba la persona que tenía que vigilar.
Dando unos pasos más desembocó en otra plazoleta donde había un bar, una tienda
y la Iglesia del barrio.
Imagen del archivo fotográfico de la ACDT El Piélago
Imagen del archivo fotográfico de la ACDT El Piélago
Entró en el bar y pidió un café, ahora descafeinado. ¡Coño! Había tomado
un par de sorbos cuando entró el marido
de su cliente. Se puso en tensión atento a todo lo que pudiera escuchar.
Oyó que el camarero preguntaba al recién llegado y por la forma de
dirigirse a él debía ser u cliente habitual:
— ¿Qué tal va la mañana?
—Tranquila —respondió el recién llegado— Es raro que aquí pase algo fuera
de lo normal.
— ¿Ya sales? —volvió a preguntar el de la barra.
—Sí. Tengo que atender unos asuntos personales. Durante un par de horas
la oficina estará bien atendida.
—Que suerte tienes. A saber que asuntos te traes entre mano —dijo un tanto
irónico el camarero.
Poyales pagó su café y salió la puerta donde encendió un cigarrillo con
mucho cuidado para que el humo no le jugara una mala pasada. Nunca había
fumado. Era algo a lo que recurría cuando, como ahora, necesitaba estar en la
puerta del bar con un motivo aparente y
el fumar lo era.
A los cinco minutos salió el “marido” se subió en un Audi blanco A4 y se
fue. El detective anotó mentalmente la matricula y cuando se retiró un poco del
bar lo apuntó en su libreta azul recién estrenada. Siguió paseando y dando un rodeo, el señor Google maps era
genial, se acercó a la calle de la cliente y pasó por delante de la puerta.
Aparcado estaba el Audi del marido. Miró disimuladamente hacia las ventanas
pero desde allí no puedo apreciar nada. Un poco retirado a unos cincuenta metros
había un pequeño parque. A esas horas estaba solitario excepto un hombre mayor
que estaba sentado en un banco, el único que simple vista había. Tenía apoyada
la cara sobre las manos y estas sobre su bastón. Llevaba una boina calada hasta
los ojos y barba cana y rala de varios días sin afeitarse. En esa posición
parecía otear todo lo que pasara frente a él.
—Buenos días abuelo —saludó Poyales sentándose en el banco. Esperaría pacientemente. Si como le dijera al
camarero, tenía que estar de regreso en la oficia en dos horas, no sería muy
larga la espera. En el banco no se estaba mal: daba el sol y no hacia frio.
—No soy su abuelo —contestó el viejo sin prisas y con un soplo de voz.
—Perdone usted. No quise ofenderle. Era una forma de hablar —replicó
Poyales un tanto sorprendido. Desde donde estaba no veía directamente la puerta
de la casa, aunque podría decir que cualquiera que entrara o saliera de ella
tendría que pasar ante su vista. Y sobre todo no perdía ojo del coche—. ¿Viene aquí todas las mañanas?
— ¡Ps! Depende del tiempo —contestó con desgana y sin prisas el viejo.
—Parece un parque solitario —insistió el antiguo inspector.
—Al que no suelen venir forasteros —replicó un tanto irónico el viejo.
Llevaría una hora sentado junto al viejo cuando vio pasar una mujer
morena y menuda. Sin apreciarlo muy bien por la distancia, parecía todo lo
contrario a su cliente. Parecía salir de la casa, aunque no se veía la puerta
Poyales lo intuyó. A los diez minutos por el mismo lugar pasó el supuesto
infiel. Montó en su coche y se marchó. El detective miró su reloj, eran las
doce y cuarenta y cinco minutos de la mañana.
Habían pasado exactamente dos horas y quince minutos desde que el sospechoso
saliera del bar.
—Ahí se debe armar cada orgia de la leche —comentó el viejo cuando el
coche del vigilado arrancaba.
— ¿Cómo dice? —preguntó el detective sorprendido.
El abuelo ni se inmutó. Durante todo el tiempo había mantenido la
postura: apoyaba la barbilla en las y estas sobre el bastón, un poco inclinado
hacia delante.
— Que se lo deben pasar bien. En mis tiempos estas cosas eran un
disparate —remachó con parsimonia.
— ¿Qué quiere decir? —insistí.
En esos momentos apareció una chica joven que se acercó dando los buenos
días y con palabras cariñosas ayudó a levantarse al viejo y renqueando se lo
llevó.
El detective estuvo sentado solo otros veinte minutos y después se acercó
a la casa de su cliente. Con cuidado entró en el jardín y se dirigió a la
puerta de la casa. Una puerta blanca, en apariencia de buena calidad, con
cerraduras doradas y un pomo muy brillante del mismo color. Llamó aunque no
esperaba que abriera nadie. Espero unos segundos. Volvió a llamar.
Disimuladamente levantó la mano y la paseó
por el dintel de la puerta. Allí no había ninguna llave. Volvió a
recorrer el dintel con la mano y, de repente con la mano levantada sobre el
dintel, se abrió la puerta.
Continuara…
No hay comentarios:
Publicar un comentario