En esa postura un tanto ridícula apareció Eloísa, la rubia platino.
Llevaba una falda negra que la llegaba un palmo por encima de las rodillas y un
suéter color vino, ajustado como si fuera una segunda piel. Estaba recién duchada y estaba tan imponente como el
día anterior. Parecía sorprendida ante la presencia del detective.
Poyales bajó la mano, carraspeo un poco como para aclararse la garganta y
para ganar algo de tiempo:
—No esperaba encontrarla. Me dijo que salía por las maña…
—He pedido permiso para resolver unos asuntos personales. No he podido
hacer una copia de la llave. Además no sabía que los detectives como usted
tuviera que entrar en mi casa —contestó Eloísa.—. Deme un par de días para
hacerle la llave. Yo le aviso cuando la tenga y se la deje ahí —terminó
diciendo mientras apuntaba donde instantes antes buscara el detective.
A diferencia del día anterior, y
de la sorpresa inicial, ahora hablaba con mucho aplomo. Algo que no paso
desapercibido para el detective que respondió:
—Como usted quiera. Que pase un buen día.
Dio media vuelta y se alejó. Antes de llegar a la puerta del jardín
escuchó cómo se cerraba la puerta de la casa. Caminó pensativo hasta el
aparcamiento donde dejó su viejo Seat
Toledo del que había perdido la cuenta de la última Itv pasada y que seguía
siendo de su propiedad porque
tenía que indemnizar a los del desguace por llevárselo. Solía arrancarlo y
moverlo unos metros un par de veces por semana, en función del combustible que
no siempre tenía. Las pocas veces que lo utilizaba para trasladarse lo hacía
con más pena que gloria, formando colas a veces largas, pero finalmente, y con tiempo,
llegaba al lugar previsto. Miró su reloj, faltaban unos minutos para las dos de
la tarde. Fue directamente a la tienda del detective para ver y que le
informaran de lo último en micrófonos, cámaras,…
—Los micrófonos están en desuso —le explicó el dependiente—. Apenas si
tenemos un par de ellos. Ahora se llevan las cámaras que aunque son diminutas
captan la imagen y el sonido con mucha calidad. Además las hay que con una
aplicación en el móvil, envían la imagen en tiempo real al teléfono a través
internet o el wifi.
—Eso es genial —contestó Poyales que sacando su móvil del bolsillo, lo
puso sobre el mostrador—. Ponme esa aplicación y me das un par de cámaras.
El dependiente se quedó perplejo mirando al móvil. Tardó unos segundos en
decir:
—Este móvil es muy antiguo y no sirve, tiene que ser un Smartphone.
—Y con este ¿no puedo hacer nada?
—No. Debe usted modernizarse. Su profesión exige que está a la última.
Poyales salió de la tienda pensativo. La casualidad o el destino puso un
par de tiendas más abajo una de
telefonía y sin dudarlo entró. A los veinte minutos estaba de vuelta en la
tienda del detective con un Smartphone de última gama en el bolsillo, que pagaría en cómodos plazos
con la factura del teléfono. Si algún día no podía pagar… para que adelantar
acontecimientos.
Imagen del Archivo de la ACDT El Piélago
El joven dependiente se entusiasmó con el móvil:
—Con este las grabaciones serán de mucha calidad, más que un espectador
le parecerá que está usted dentro de la escena. Usted las enciende y ellas
solas se activan cuando detectan movimiento enviando una señal al movil.
Hizo varias demostraciones de cómo funcionaba todo y con el móvil
preparado y dos cámaras diminutas salió de la tienda. Pasó por el supermercado,
compró comida medio preparada para terminar de hacer en la sartén. Llegó a
casa se duchó, comió, merendó y cenó
todo a la vez y se acostó. Durmió poco y mal. Algo no encajaba, no comprendía
que su cliente le preguntara si tardaría mucho con la investigación, dándole a
entender que tenía prisa y no tuviera cinco minutos para hacer una copia de la
llave. Algún hilo andaba suelto y no era capaz de dar con él y enhebrarlo.
Al día siguiente mucho antes de que amaneciera estaba en el coche
aparcado en una bifurcación de la calle desde donde observaba la puerta de su
cliente. No se ve veía un alma. La
madrugada era fría y lluviosa, con un molesto chiriviri . El suave murmullo de
la lluvia al caer sobre el Seat era el único sonido que a Poyales le acompañaba
esa mañana. El que era muy aficionado a la radio esa mañana no podía ser. No
podía limpiar el cristal con el limpia parabrisas, tuvo que acostumbrar sus
ojos a ver a través del cristal con las
gotas de lluvia que se deslizaban suavemente haciendo extrañas piruetas.
Comenzaba a despuntar el alba y a distinguirse el perfil de los edificios
cuando se encendieron las luces en la casa de su cliente. Una media hora más
tarde, ya se veía bien en la calle, se apagaron las luces y al instante el
matrimonio, la cliente y su marido, salían por la puerta. Apenas si se rozaron
al darse un leve y rápido beso y cada unos montó en un coche, él en el Audi
blanco y ella en un pequeño Toyota rojo, y se marcharon.
Diez minutos más tarde Poyales estaba admirando la casa de su cliente en
un vistazo rápido. No le costó nada entrar. Le extraño que la cerradura de la
casa no fuese un poco mejor. Con las cerraduras anti-bumping y anti-ganzúa que
existían en el marcado, que una casa
como aquella tuviera una cerradura que con una simple ganzúa se abriera, dejaba
mucho que desear, mucho coche y nada de seguridad donde habitas y pasas la
noche. Puso las dos micro cámaras, una en el comedor y otra en el dormitorio.
Comprobó que la imagen que captaban se reflejaba en su nuevo móvil y salió de
la casa no sin antes echar un vistazo a la nevera. Estaba bien provista. Cogió
un tetrabrik de leche y echó un buen trago. Al salir se pegó a la pared para
evitar ser visto. Unos minutos después estaba sentado en el viejo Seat Toledo.
Miró su reloj ¡Coño-pensó- no se me ha dado nada mal: en veinte minutos he
puesto las dos cámaras. Arrancó y se dirigió al aparcamiento donde el día
anterior dejó estacionado el vehículo. Tenia que hacer tiempo. Tomo café en el
bar de la plaza. Estuvo atento a las conversaciones de los clientes matinales:
esa noche, al parecer, se habían perpetrado varios robos en el barrio.
Continuará...