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martes, 30 de abril de 2019

Poyales: el caso de la Rubia Platino (III)


En esa postura un tanto ridícula apareció Eloísa, la rubia platino. Llevaba una falda negra que la llegaba un palmo por encima de las rodillas y un suéter color vino, ajustado como si fuera una segunda piel. Estaba  recién duchada y estaba tan imponente como el día anterior. Parecía sorprendida ante la presencia del detective.

Poyales bajó la mano, carraspeo un poco como para aclararse la garganta y para ganar algo de tiempo:

—No esperaba encontrarla. Me dijo que salía por las maña…

—He pedido permiso para resolver unos asuntos personales. No he podido hacer una copia de la llave. Además no sabía que los detectives como usted tuviera que entrar en mi casa —contestó Eloísa.—. Deme un par de días para hacerle la llave. Yo le aviso cuando la tenga y se la deje ahí —terminó diciendo mientras apuntaba donde instantes antes buscara el detective.

 A diferencia del día anterior, y de la sorpresa inicial, ahora hablaba con mucho aplomo. Algo que no paso desapercibido para el detective que respondió:

—Como usted quiera. Que pase un buen día.

Dio media vuelta y se alejó. Antes de llegar a la puerta del jardín escuchó cómo se cerraba la puerta de la casa. Caminó pensativo hasta el aparcamiento donde dejó su  viejo Seat Toledo del que había perdido la cuenta de la última Itv pasada y  que seguía  siendo de  su propiedad porque tenía que indemnizar a los del desguace por llevárselo. Solía arrancarlo y moverlo unos metros un par de veces por semana, en función del combustible que no siempre tenía. Las pocas veces que lo utilizaba para trasladarse lo hacía con más pena que gloria, formando colas a veces largas, pero finalmente, y con  tiempo, llegaba al lugar previsto. Miró su reloj, faltaban unos minutos para las dos de la tarde. Fue directamente a la tienda del detective para ver y que le informaran de lo último en micrófonos, cámaras,…

—Los micrófonos están en desuso —le explicó el dependiente—. Apenas si tenemos un par de ellos. Ahora se llevan las cámaras que aunque son diminutas captan la imagen y el sonido con mucha calidad. Además las hay que con una aplicación en el móvil, envían la imagen en tiempo real al teléfono a través internet o el wifi.

—Eso es genial —contestó Poyales que sacando su móvil del bolsillo, lo puso sobre el mostrador—. Ponme esa aplicación y me das un par de cámaras.

El dependiente se quedó perplejo mirando al móvil. Tardó unos segundos en decir:

—Este móvil es muy antiguo y no sirve, tiene que  ser un Smartphone.

—Y con este ¿no puedo hacer nada?

—No. Debe usted modernizarse. Su profesión exige que está a la última.

Poyales salió de la tienda pensativo. La casualidad o el destino puso un par de tiendas más abajo  una de telefonía y sin dudarlo entró. A los veinte minutos estaba de vuelta en la tienda del detective con un Smartphone de última gama  en el bolsillo, que pagaría en cómodos plazos con la factura del teléfono. Si algún día no podía pagar… para que adelantar acontecimientos.
                      Imagen del Archivo de la ACDT El Piélago

El joven dependiente se entusiasmó con el móvil:

—Con este las grabaciones serán de mucha calidad, más que un espectador le parecerá que está usted dentro de la escena. Usted las enciende y ellas solas se activan cuando detectan movimiento enviando una señal al movil.

Hizo varias demostraciones de cómo funcionaba todo y con el móvil preparado y dos cámaras diminutas salió de la tienda. Pasó por el supermercado, compró comida medio preparada para terminar de hacer en la sartén. Llegó a casa  se duchó, comió, merendó y cenó todo a la vez y se acostó. Durmió poco y mal. Algo no encajaba, no comprendía que su cliente le preguntara si tardaría mucho con la investigación, dándole a entender que tenía prisa y no tuviera cinco minutos para hacer una copia de la llave. Algún hilo andaba suelto y no era capaz de dar con él y enhebrarlo.

Al día siguiente mucho antes de que amaneciera estaba en el coche aparcado en una bifurcación de la calle desde donde observaba la puerta de su cliente. No se ve veía un alma.  La madrugada era fría y lluviosa, con un molesto chiriviri . El suave murmullo de la lluvia al caer sobre el Seat era el único sonido que a Poyales le acompañaba esa mañana. El que era muy aficionado a la radio esa mañana no podía ser. No podía limpiar el cristal con el limpia parabrisas, tuvo que acostumbrar sus ojos a ver a través del cristal  con las gotas de lluvia que se deslizaban suavemente haciendo extrañas piruetas. Comenzaba a despuntar el alba y a distinguirse el perfil de los edificios cuando se encendieron las luces en la casa de su cliente. Una media hora más tarde, ya se veía bien en la calle, se apagaron las luces y al instante el matrimonio, la cliente y su marido, salían por la puerta. Apenas si se rozaron al darse un leve y rápido beso y cada unos montó en un coche, él en el Audi blanco y ella en un pequeño Toyota rojo, y se marcharon.

Diez minutos más tarde Poyales estaba admirando la casa de su cliente en un vistazo rápido. No le costó nada entrar. Le extraño que la cerradura de la casa no fuese un poco mejor. Con las cerraduras anti-bumping y anti-ganzúa que existían en el marcado, que  una casa como aquella tuviera una cerradura que con una simple ganzúa se abriera, dejaba mucho que desear, mucho coche y nada de seguridad donde habitas y pasas la noche. Puso las dos micro cámaras, una en el comedor y otra en el dormitorio. Comprobó que la imagen que captaban se reflejaba en su nuevo móvil y salió de la casa no sin antes echar un vistazo a la nevera. Estaba bien provista. Cogió un tetrabrik de leche y echó un buen trago. Al salir se pegó a la pared para evitar ser visto. Unos minutos después estaba sentado en el viejo Seat Toledo. Miró su reloj ¡Coño-pensó- no se me ha dado nada mal: en veinte minutos he puesto las dos cámaras. Arrancó y se dirigió al aparcamiento donde el día anterior dejó estacionado el vehículo. Tenia que hacer tiempo. Tomo café en el bar de la plaza. Estuvo atento a las conversaciones de los clientes matinales: esa noche, al parecer, se habían perpetrado varios robos en el barrio.
Continuará...

miércoles, 10 de abril de 2019

Poyales: El caso de la Rubia Platino (II)


Al día siguiente el detective estaba a primera hora de la mañana en el barrio de su primera cliente. Había amanecido despejado y parecía que el sol, recién estrenada la primavera,  algo calentaría. El día anterior cuando se fue la rubia platino, cogió el dinero de la mesa, dejó la mitad en un cajón y el resto lo guardo en su cartera. ¡Era el primer sueldo que cobraba en casi cuatro años! Cuarenta y cuatro largos meses, en particular los larguísimos ocho últimos.

Salió de compras. Aprovechó algo la nevera tan deshabitada últimamente. Hizo la comida, arroz con pollo que le supo a gloria. Después de comer se puso al día con ayuda de san Google en un ciber café. Construyó un plano del  barrio, las calles, las tiendas, bares, entidades financieras, donde tendría que trabajar al día siguiente. Después volvió a casa se puso un viejo chándal y unas playeras más viejas aun y salió a correr un poco por el parque. Cenó lo habitual desde hacía meses: una manzana, un vaso de leche y un par de galletas. Estuvo leyendo un buen rato y se acostó temprano, para estar fresco y despejado al día siguiente.

Aparcó el coche en un aparcamiento cercano.  Cogió un diario que llevaba en el asiento del copiloto y con él  en las manos, caminando, recorrió todo el barrio, situado en las afueras de Toledo, construido en los años del boom inmobiliario. La casa de su cliente era un chalet adosado. Volvió por otra calle hacia el aparcamiento que estaba detrás de una plaza en la que se ubicaba un edificio del consistorio toledano. Tomó café en un bar. Se sentó al lado de una ventana desde la que se divisaba toda la plaza y abrió el periódico más atento a lo que se hablaba a su alrededor y a lo que ocurría en la plaza que al diario. A los veinte minutos pagó su café y salió a pasear otro rato para familiarizarse con el barrio, ya que eso no pudo hacerlo a través de la pantalla. Por muy bien que lo explicara el señor Google una mirada personal era mucho mejor. Pasó por la puerta de la entidad financiera donde supuestamente trabajaba la persona que tenía que vigilar. Dando unos pasos más desembocó en otra plazoleta donde había un bar, una tienda y la Iglesia del barrio.

                                      Imagen del archivo fotográfico de la ACDT El Piélago 

Entró en el bar y pidió un café, ahora descafeinado. ¡Coño! Había tomado un par de sorbos cuando entró el marido  de su cliente. Se puso en tensión atento a todo lo que pudiera escuchar. Oyó que el camarero preguntaba al recién llegado y por la forma de dirigirse a él debía ser u cliente habitual:

— ¿Qué tal va la mañana?

—Tranquila —respondió el recién llegado— Es raro que aquí pase algo fuera de lo normal.

— ¿Ya sales? —volvió a preguntar el de la barra.

—Sí. Tengo que atender unos asuntos personales. Durante un par de horas la oficina estará bien atendida.

—Que suerte tienes. A saber que asuntos te traes entre mano —dijo un tanto irónico el camarero.

Poyales pagó su café y salió la puerta donde encendió un cigarrillo con mucho cuidado para que el humo no le jugara una mala pasada. Nunca había fumado. Era algo a lo que recurría cuando, como ahora, necesitaba estar en la puerta del bar con un  motivo aparente y el fumar lo era.

A los cinco minutos salió el “marido” se subió en un Audi blanco A4 y se fue. El detective anotó mentalmente la matricula y cuando se retiró un poco del bar lo apuntó en su libreta azul recién estrenada. Siguió paseando  y dando un rodeo, el señor Google maps era genial, se acercó a la calle de la cliente y pasó por delante de la puerta. Aparcado estaba el Audi del marido. Miró disimuladamente hacia las ventanas pero desde allí no puedo apreciar nada. Un poco retirado a unos cincuenta metros había un pequeño parque. A esas horas estaba solitario excepto un hombre mayor que estaba sentado en un banco, el único que simple vista había. Tenía apoyada la cara sobre las manos y estas sobre su bastón. Llevaba una boina calada hasta los ojos y barba cana y rala de varios días sin afeitarse. En esa posición parecía otear todo lo que pasara frente a él.

—Buenos días abuelo —saludó Poyales sentándose en el banco.  Esperaría pacientemente. Si como le dijera al camarero, tenía que estar de regreso en la oficia en dos horas, no sería muy larga la espera. En el banco no se estaba mal: daba el sol y no hacia frio. 

—No soy su abuelo —contestó el viejo sin prisas y con un soplo de voz.

—Perdone usted. No quise ofenderle. Era una forma de hablar —replicó Poyales un tanto sorprendido. Desde donde estaba no veía directamente la puerta de la casa, aunque podría decir que cualquiera que entrara o saliera de ella tendría que pasar ante su vista. Y sobre todo no perdía ojo del coche—.  ¿Viene aquí todas las mañanas?

— ¡Ps! Depende del tiempo —contestó con desgana y sin prisas el viejo.

—Parece un parque solitario —insistió el antiguo inspector.

—Al que no suelen venir forasteros —replicó un tanto irónico el viejo.

Llevaría una hora sentado junto al viejo cuando vio pasar una mujer morena y menuda. Sin apreciarlo muy bien por la distancia, parecía todo lo contrario a su cliente. Parecía salir de la casa, aunque no se veía la puerta Poyales lo intuyó. A los diez minutos por el mismo lugar pasó el supuesto infiel. Montó en su coche y se marchó. El detective miró su reloj, eran las doce  y cuarenta y cinco minutos de la mañana. Habían pasado exactamente dos horas y quince minutos desde que el sospechoso saliera del bar.

—Ahí se debe armar cada orgia de la leche —comentó el viejo cuando el coche del vigilado arrancaba.

— ¿Cómo dice? —preguntó el detective sorprendido.

El abuelo ni se inmutó. Durante todo el tiempo había mantenido la postura: apoyaba la barbilla en las y estas sobre el bastón, un poco inclinado hacia delante.

— Que se lo deben pasar bien. En mis tiempos estas cosas eran un disparate —remachó con parsimonia.

— ¿Qué quiere decir? —insistí.

En esos momentos apareció una chica joven que se acercó dando los buenos días y con palabras cariñosas ayudó a levantarse al viejo y renqueando se lo llevó.

El detective estuvo sentado solo otros veinte minutos y después se acercó a la casa de su cliente. Con cuidado entró en el jardín y se dirigió a la puerta de la casa. Una puerta blanca, en apariencia de buena calidad, con cerraduras doradas y un pomo muy brillante del mismo color. Llamó aunque no esperaba que abriera nadie. Espero unos segundos. Volvió a llamar. Disimuladamente levantó la mano y la paseó  por el dintel de la puerta. Allí no había ninguna llave. Volvió a recorrer el dintel con la mano y, de repente con la mano levantada sobre el dintel, se abrió la puerta.

Continuara…

martes, 2 de abril de 2019

Poyales y el caso de la Rubia Platino


Ante él una mujer despampanante: una  cara preciosa, con unos dientes blancos perfectos; ojos grandes y rasgados; labios grandes  con carmín rojo pasión; con una mirada azulada tirando a marrón intensa y penetrante;  nariz pequeña y altiva. Su pelo ensortijado, rubio platino con matices color tierra azabache le daban un toque despreocupado y esotérico, descansaba sobre sus hombros. Vestía un pantalón negro ajustado y un suéter rojo que le marcaba unas curvas perfectas y armoniosas, muy armoniosas para una mujer de su misma altura. Llevaba una cazadora de piel negra colgada del brazo y cruzado sobre el pecho un bolso de color rojo pasión.

La mujer se dejó contemplar unos segundos mientras miraba un periódico un tanto arrugado y preguntó:

— ¿Es usted Roberto Poyales, detective privado?

—El mismo.

— Quiero que investigue…

Poyales se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y dijo señalando la puerta:

— Pase usted, hablaremos mejor en el despacho.

La rubia platino dudó un poco. A sus treinta y cinco años, Poyales era un hombre de mediana estatura, uno setenta para ser exactos; no era excesivamente atractivo pero sí un tanto resultón: ojos oscuros, labios gruesos sobre todo el inferior, nariz recta y ancha, amplia frente con el pelo corto que peinaba con una raya en su izquierda. Estaba delgado, quizá en exceso: la dieta de estrecheces no daba para más. Vestía un pantalón vaquero aviejado por el tiempo y los sucesivos lavados que no por la moda, una camisa clara y una americana marrón oliva. Su sonrisa dejaba ver unos dientes casi perfectos y dejaba un hoyuelo en su barbilla que le daba un aspecto bonachón, y fue lo que incito a la recién llegada a entrar en el despacho, cuya puerta abierta estaba junto a la de entrada de la casa.

Una vez sentados uno frente al otro con una mesa de por medio en el austero despacho, Poyales invitó:

—Usted dirá.

—Quiero… —la mujer dudo, parecía que le costaba hablar— que vigile a mi marido. Creo que me engaña.

¡El dios que lo batano!,  pensó el detective, el hombre que engañe a una mujer como tú, es un imbécil  o un tonto incapaz de apreciar lo que tiene en casa. Él que llevaba más de tres años y medio sin yacer con mujer alguna, aunque desde que le dejó la suya sentía cierta aversión  hacia ellas, y en cierto modo comprendía que Carmen se cansara del hombre silente en que se convirtió, ,  naufragando en su bulevar de sueños perdidos del que necesitó ayuda de un especialista para bosquejar lo que podría ser un nuevo sueño, y le dejara sin mediar una palabra, ni buena ni mala. Jamás engañó a su mujer y le pareció que buscar fuera de casa teniendo una mujer como aquella dentro era de ser un imbécil integral.
                       Foto del Archivo de imágenes de la ACDT El Piélago
 

—No hay ningún problema —contestó el detective.

— ¿Cuánto me costará? —quiso saber la mujer.

—En principio mil euros, pagando un anticipo de al menos una cuarta parte. Si necesito más durante la investigación se lo iré pidiendo. Todo depende de los viajes que tenga que hacer y los medios que tenga que emplear para seguir a su marido. Al final le pasaré una factura que incluirá mis honorarios y todos los demás extras que surjan.

—No creo que  tenga que viajar mucho, creo que me engaña en mi propia casa.

— ¿Y usted? —pregunté arqueando una ceja sorprendió. Hay que ser rematadamente gilipollas para engañar a tu mujer en tu propia casa, a tenor de miradas indiscretas y tal vez envidiosas de vecinos y vecinas a menos que…

— ¿Con la criada?

—No tenemos criada, ni asistenta ni nada que se le parezca. Yo salgo por la mañana y no regreso hasta la tarde noche.

—Y él ¿no trabaja? —pregunté cada vez más sorprendido.

—Sí. Tiene un horario muy estricto al comienzo de la mañana, pero después a lo largo del día su trabajo le permite entrar y salir sin ningún problema y sin dar demasiadas explicaciones a nadie.

—Comprendo.

Después de unos segundos en silencio contemplándose mutuamente, la mujer preguntó:

— ¿Le llevará mucho tiempo?

—Si es como usted dice, un par de semanas

Sacó un papel y un lápiz de su bolso rojo pasión, a juego con sus labios,  y escribió sobre la mesa. Al terminar deslizo el papel hacia mí diciendo:

—Aquí tiene la dirección de mi casa y la del trabajo de mi marido. ¿Necesita algo más?

—Bueno —Observé, entrar en la vivienda de la cliente no me supondría ningún problema pero…—, si tengo que entrar en su casa no me vendría mal una llave y también una foto actual de su marido para conocerle.

La rubia platino sacó del bolso rojo pasión una cartera de piel negra de la que extrajo dos fotos una del marido y otra de los dos, a juzgar por la segunda, bastante actuales. También sacó un fajo de billetes de los que apartó quinientos euros  y los dejó sobre la mesa. Poyales acarició el dinero con la mirada aunque no hizo el menor ademán de cogerlos: ese día comería como Dios manda.

—Espero estar equivocada y que su investigación sea un fracaso —dijo la mujer poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la salida.

—Aun así  tendrá que pagarme el resto —remarcó el detective mientras la seguía hacia la puerta.

—Por eso no debe preocuparse, le pagaré con satisfacción —contestó con rapidez la mujer.

Poyales iba a abrir la puerta cuando ella habló de nuevo mirándole a los ojos. El detective vio unos ojos brillantes con una lágrima bailando en ellos:

—Le dejaré una llave en el dintel de la puerta.

—Tendrá noticias mías. Por cierto ¿Cómo debo dirigirme a usted?

—Eloísa, llámeme Eloísa —respondió la aludida tendiéndole la mano.

Poyales la estrechó la mano y la mujer salió. El detective la vio  alejarse siguiendo el contoneo cadencioso de sus caderas con la mirada.

Continuará...