El personaje.
Roberto
Poyales era un inspector de policía en Toledo. Fue suspendido de empleo y
sueldo durante cuatro años por una indiscreción. Por su capacidad de trabajo,
su forma de realizarlo y por su
intuición para resolver los casos que le asignaban, ascendió a inspector
del cuerpo siendo muy joven.
Para bien o
para mal, visto lo ocurrido para mal aunque nunca se sabe, le tocó
investigar un caso que se hizo
célebre toda España al salir en todos
los medios incluidos varios canales de televisión: el caso de la mujer en la
bañera:
Una pareja
joven compró una casa de segunda mano. La vivienda estaba muy deteriorada pero era
muy céntrica y a un precio muy asequible. No tardaron mucho en iniciar la
reforma de lo que sería su hogar. En el baño, muy espacioso, había una bañera muy deteriorada de 1,30 metros de larga. Al quitar la bañera,
los albañiles descubrieron el cuerpo de una mujer al que le habían cortado las
piernas por las rodillas para que entrara en el habitáculo. Los operarios se
sorprendieron, y se lo hicieron notar a los jóvenes dueños, de lo extraño que
resultaba el que la bañera estuviera sobre un altillo de unos veinticinco
centímetros. Cuando vieron lo que había
debajo comprendieron el porqué de la elevación.
La
investigación recayó sobre el joven inspector Roberto Poyales que con muy buen tino
descubrió que la casa en cuestión llevaba tres años deshabitada, ya que el
último propietario, Francisco Oncibañez, murió con muchos años y sus herederos tardaron
dos años largos en ponerse de acuerdo
para repartir sus bienes. Este hombre vivió en la casa cinco años y medio y los
herederos aseguran que el baño era tal y como estaba, que su progenitor nunca
hizo obras en las casa.
Poyales
siguió con sus pesquisas, rebuscando en el pasado de la vivienda y los que en
ella habían habitado. Tirando del hilo hacia atrás, llegó a la inmobiliaria que
había tenido la vivienda durante cuatro
años. Durante ese tiempo la casa fue alquilada a dos estudiantes cada año, hasta que
el último inquilino, Francisco Oncibañez, la compró. Los seis estudiantes, hoy
ya no estudian, aseguraron que la bañera estaba en un alto cuanto entraron a
vivir. La inmobiliaria compró la vivienda a un chico joven que, con el correr de los años, fundó un nuevo
partido y ahora era un líder político con muchas posibilidades de llegar a
presidente de gobierno.
Todo
apuntaba hacia él ya que los padres compraron la casa a la constructora como
regalo para su hijo. La empresa constructora desapareció hace años, por lo que
por ahí no pudo averiguar nada, pero
todos los albañiles y empresas de construcción y reformas consultadas, opinaron
que poner la bañera de esa forma era un
gasto innecesario, incomodo y desde luego nada practico. En una palabra, que la
bañera se levantó para ocultar algo dentro.
El joven
político era diputado y gozaba de inmunidad parlamentaria. Ya se sabe que los
políticos, en particular los que llegan
a diputados y senadores, son de otra "casta": una "casta" con unos privilegios que
el resto de mortales no tenemos. Ciertos jóvenes recién llegados a la política
criticaban mucho a la “casta” como llamaban a los políticos, hasta que llegaron
ellos a pertenecer a ella y dejaron de criticarla. El caso es que las pesquisas
del inspector Roberto Poyales llegaron a oídos del político en cuestión.
Foto del archivo de imágenes de la ACDT El Piélago
Poyales,
aunque contaba pocas cosas de su trabajo en casa a su esposa Carmen, ésta
estaba muy orgullosa de que su marido llevara el caso de la mujer de la bañera,
del que todos los periódicos, radios y canales de televisión hablaron mucho en
su día, y ahora algún que otro volvían a hacerlo. Carmen con lo poco que sacaba
a su marido o interpretando sus silencios a su conveniencia, les contaba a sus
amigas en la peluquería los derroteros de la investigación.
El joven
político apoyado en su inmunidad, sabiendo que si lograban inculparle por algo
que, supuestamente, hizo antes de estar en política, su carrera terminaría de
inmediato. No podía permitirlo ahora que en las próximas elecciones, las encuestas le eran muy favorables y si los
españoles querían, podría ser presidente de
gobierno. Pidió favores, movió hilos,
removió, como suele decirse, Roma con Santiago, que unido a las envidias en la
comisaría ante un hombre que había llegado a inspector antes de lo previsto,
sin estar el tiempo necesario en las escalas inferiores, acabaron con la
carrera Roberto Poyales.
El
inspector fue juzgado por cómplice, dejadez de funciones al poner sobre aviso
al principal sospechoso y que éste se pusiera a la defensiva tejiendo cortinas
de humo espeso donde antes había una meridiana claridad. No fue a parar a la
cárcel porque la juez comprobó, y así lo dijo en la sentencia, que todo había
sido una indiscreción y no precisamente de él sino de su esposa. Él había
pecado de ingenuo, algo que no se podía permitir un inspector de policía. Pero
no pudo evitar que le suspendieran de empleo y sueldo durante cuatro años.
Cuatro largos años.
Poyales se
metió en su casa. Estuvo cinco meses sin pisar la calle. No culpó a su esposa
con palabras pero sí con actos, miradas y silencios. A los dos meses Carmen no
aguantó tantos silencios y tantas
miradas incriminatorias y le abandonó. A partir de entonces solo recibió visitas de un
amigo de la infancia. Un buen amigo que le insistía en que tenía que cambiar
incluso visitando a un psicólogo que le guiara si no podía por sí solo. “Te han
hundido…no te derrotes tú solo”, le recordaba su buen amigo.
Ahora, tres
años y medio más tarde de todo aquello, Roberto Poyales estaba sin blanca. Todos
sus ahorros se los fue comiendo entre sus necesidades básicas y el psicólogo.
Dejó el gimnasio por cuestiones monetarias aunque, haciendo caso al experto en
psicología, corría por el parque del barrio casi todos los días. Poco a poco
fue vendiendo muebles y cosas “innecesarias”
en tiendas de segunda mano ó
a través de Wallapop. Su casa, heredada de sus padres, se había ido quedando
vacía: en el salón unas cajas de fruta hacían de mesa, sillas y también de
estanterías donde tenía varios libros —siempre fue un lector empedernido—; la
tele hacía tiempo que no estaba; su habitación vestía con una triste cama, otra
caja de fruta por mesilla y un armario
que no pudo vender por ser empotrado. Lo único que quedaba un poco decente era
la habitación, más cercana a la entrada, donde había puesto su despacho de
detective privado. Haciendo caso a su psicólogo que le dijo, en repetidas
ocasiones, que aprovechara todos sus conocimientos, sabiduría y experiencia
como inspector de policía y se hiciera un buen detective.
Lo último
que vendió, de esto hacia ya un mes, fue un reloj de una marca muy prestigiosa:
Maurice Lacroix de oro heredado de su padre, que entregó con mucha pena porque era lo único tangible que conservaba
de su progenitor, y que en su día debió valer buenos cuartos. Lo conseguido le
permitió poner un anuncio en dos periódicos locales durante un mes, subsistir
durante ese tiempo y, además, comprar un reloj de tres euros que, aunque no
lucía tanto en la muñeca, le daba la hora igual que el otro.
Lo único
que le quedaba por vender era el móvil, pero no podía hacerlo porque en el
anuncio puso el número como contacto y, además, quién iba a querer una
antigualla como la que llevaba en el bolsillo. Había oído hablar de la moda
Vintage, o el culto por lo antiguo aunque no excesivamente, y tal vez le dieran
unos cuantos euros. Eso o volver a recurrir a su amigo de la infancia como
había hecho en varias ocasiones.
En esas
cavilaciones estaba cuando llamaron a la puerta. Sería media mañana de un día
nublado y gris, tan gris como su vida desde hacia cuarenta y tres larguísimos
meses. Abrió la puerta y se quedo
boquiabierto:
Continuara….