Julia, una vez que desapareció el coche tras la nube de polvo, entró en su
casa sin prestar más atención a los hombres del pueblo que, cabizbajos, habían
empezado a murmurar en voz baja entre ellos.
Ella los conocía a todos, aunque la cara de alguno de ellos le era
desconocida, por el sin fin de días que había visto aquellos rostros a lo largo
de los años, desde que, de pequeña, se asomaba al postigo de su casa para
verlos concentrarse en la plaza, en un silencio expresivo y ojos de abatimiento
por el dolor, la ignominia y la miseria acumulada de tantos años de
sufrimiento, de grandes trabajos semi esclavizados, y grandes, muy grandes
privaciones. Todos esperaban con una leve y amarga esperanza, que ese día el
dedo o la fusta del señorito les
señalara para poder llevar un mísero jornal, y un cuerpo casi reventado por el
duro trabajo, a casa.
Los hombres que poco a poco se habían ido extendiendo por la
plaza, para regresar a sus casas aunque
sin ninguna prisa, ya que no tenían ningún trabajo que hacer, quedaron
paralizados al ver llegar de nuevo al marqués acompañado por un cabo y un número
de la Guardia Civil, con sus armas reglamentarias colgadas al hombro. Alguno
maldijo entre dientes por no haber abandonado antes la plaza.
El señorito, al contrario de cuando se marchó casi corriendo,
traía un paso decidido y resuelto, como quien se sabe dueño de la situación.
―¿Dónde está el “Chorejo”? ―preguntó alzando la voz
dirigiéndose a todos y a nadie en particular.
Ninguno de los presentes se atrevió a contestar. Ni tan
siquiera se atrevieron a sostener su mirada. Sabían que la respuesta no sería
del agrado del marqués y podría desencadenar su furia.
―¡Sáquenlo de su casa! ―ordenó el marqués irritado al no
obtener respuesta, señalando con la
fusta, que seguía en su mano derecha, la casa donde anteriormente estuviera la
madre del joven y que seguía con la puerta abierta.
Los dos guardias civiles entraron a toda prisa en la casa
saliendo a los pocos minutos moviendo negativamente la cabeza.
―¡Tiene que estar escondido! ¡Buscad bajo la cama si es
necesario! ―tronó de nuevo el señorito cada vez más rabioso, con una irritación
apenas contenida mientras se daba golpes
con la fusta sobre su pierna derecha, mirando desafiante y con desprecio a
todos los presentes.
No tardaron mucho en salir a la plaza los agentes del orden,
uno tras otro y sin la compañía del joven buscado, por atreverse a plantarle
cara al señor marqués, grande de España.
Éste rojo de ira por el tiempo transcurrido, los hombres del
pueblo que seguían contemplando la escena, y al no encontrar al joven, estalló
en gritos hacia los guardias civiles:
―¡Inútiles, traigan a la madre!
―Dice que no sabe dónde está ―contestó el cabo algo molesto.
―¡He dicho que la saquen aquí! ¿No me han oído?
Los dos hombres volvieron de nuevo al interior de la casa
para salir a los pocos segundos llevando a Julia entre los dos, cogiéndola cada
uno de un brazo.
La mujer en la puerta, en un movimiento brusco se soltó de
las manos que la atenazaban. Altiva y desafiante dio unos pasos hacia el
marqués parándose a escasos metros de él. El rencor y el odio que despedían sus
ojos se clavaron en el señorito.
En dos zancadas, comido por la rabia y la frustración, el
marqués de Val de San Vicente y Horcajuelo se acercó a la mujer y cogiéndola
por los hombros la zarandeó mientras gritaba:
―¿Dónde está tu hijo?
―¡Se marchó! ―contestó Julia con voz altiva y mirando con
desprecio a su interlocutor.
Los dos hombres del instituto armado se habían colocado a
ambos lados de la mujer, un poco más atrás.
―¿Dónde ha ido? ―tronó la voz del señorito cada vez más
irritado.
Julia por toda respuesta se encogió de hombros, sin dejar de
mirar arrogante y con antipatía a los ojos del dueño del pueblo.
La cólera del marqués aumentaba por momentos, al estar por
segunda vez en muy poco tiempo ante unos ojos en los que sólo veía desprecio y
desdén hacia su persona y al no encontrar respuestas a sus preguntas. ¡Eso
nunca antes había pasado! Él era un Grande de España y todos le debían respeto. Y no sólo a él,
también a su familia. Tenía que cortar de raíz aquel brote de odio y rebeldía
antes de que los demás tomaran ejemplo. Levantó la fusta con rabia, prontitud y
determinación. Iba a demostrar a todos aquellos palurdos quien mandaba en el
pueblo. A él tenían la obligación de
respetarle. Su familia fue nombrada y distinguida por el Rey de todas
las Españas con el título de marqués de Val de San Vicente y Horcajuelo, por
los favores que ellos, sus antepasados, habían prestado a la corona para
engrandecer la Patria. Por eso tenían que respetarle. Concentró toda su ira y
fuerza que disponía en su mano derecha y dejó caer la fusta sobre la mujer.
El movimiento de la fusta fue tan rápido e inesperado que
Julia no lo vio venir. Sabía que el hombre que tenía frente a ella se
aprovechaba de las mujeres para apagar sus instintos de macho. Incluso se
rumoreaba que a más de una la había forzado; pero pegar a una mujer que no era
la suya delante de una veintena de hombres, eso nunca lo había esperado. Dio un
alarido al sentir un dolor terrible en el cuello y en el hombro izquierdo.
Trastabilló llevándose la mano derecha a
la parte dolorida y finalmente cayó al suelo.
―¡Sujétenla coño! ―exclamó
el marqués dirigiéndose a los guardias civiles.
Los agentes del orden rápidamente cogieron a la mujer, cada
uno de un brazo, la levantaron y la pusieron de nuevo frente al grande de
España.
―No son formas señor marqués ―comenzó a decir el cabo
contrariado por la acción recién representada por éste.
―¿Dónde está tu hijo? ―preguntó, gritando aún más, de nuevo
el señorito haciendo caso omiso a las palabras del cabo de la benemérita, zarandeando de nuevo a la detenida, ahora
sujeta por los dos guardias.
Julia por toda respuesta,
echando fuego por los ojos, escupió al marqués en el rostro con todo el aborrecimiento y la
rabia que tenía dentro de ella.
Éste quedó paralizado. ¡Era la primera vez en toda su vida que
recibía una ofensa como esa y ante tanta gente!
―¡Perra! ―gritó fuera de sí y limpiándose la cara con su mano izquierda, mientras
violentamente levantaba otra vez la fusta para golpear de nuevo a la mujer que,
sin ofrecer ninguna resistencia y cogida entre los dos agentes, esperaba el
nuevo golpe con los ojos fijos en los del marqués.
―¡Te voy a enseñar a respetarme, zorra! ―bramó el señorito
ciego de cólera, al tiempo que descargaba otro golpe sobre Julia.
Esta vez el golpe cayó sobre el hombro de la prisionera que volvió a gritar
de dolor. Un hilo de sangre comenzó a correr por la blusa oscura de la mujer
que brilló al impactarle los rayos del
sol.
Julia volvió a tambalearse. Los dos hombres del orden que la
sostenían por los brazos impidieron que
volviera a caer al suelo.
―Señor Marqués…―intentó decir el cabo de la benemérita.
―¡Cállese! ─vociferó el señorito contrariado―. ¡Yo soy un
Grande de España y todos me tenéis que respetar y obedecer! ―terminó gritando,
descargando de nuevo la fusta sobre la sometida y dolorida mujer.
A Julia se le doblaron las piernas y no fue a parar al suelo
gracias a los fuertes brazos de los hombres del instituto armado. Aún así tuvo
fuerzas para murmurar con todo el rencor de su corazón concentrado en sus ojos
y en sus palabras:
―El respeto hay que ganárselo mal nacido.
―¿Qué me has dicho perra, qué me has dicho?
El marqués rojo de cólera, se acercó a la mujer dándole una
patada en el vientre que la hizo doblarse
por la cintura y retroceder unos pasos,
junto a los hombres que la sostenían.
―¡Sujetadla bien inútiles! ―bramó el señorito levantando la
fusta otra vez―. Esta zorra va a aprender a respetarme.
―¡Quieto! ―tronó una voz ronca, potente e imperiosa a la
espalda del marqués.
Éste quedó con la mano en alto petrificado por la fuerte voz
que había sonado bastante cercana y detrás de él. No era un hombre valiente,
más bien todo lo contrario. Tardo en reaccionar y cuando lo hizo se volvió
despacio para encontrarse a escasos dos metros, al hijo pequeño del recientemente
fallecido herrero y, por tanto, sobrino de la mujer castigada, con una guadaña
en la mano y en actitud de usarla si fuera preciso. Los dos hermanos del joven,
cuya voz había petrificado al valiente señorito, estaban un poco separados y
cada uno a un costado. El mayor tenía un hierro candente en punta, del que
salía un humillo azulón que ascendía haciendo figuras imaginarias hacia el
cielo, y el mediano y más fuerte,
sostenía una porra de grandes dimensiones en su mano derecha. Al parecer,
alguien los había avisado de lo que estaba ocurriendo en la plaza, o ellos
habían oído los gritos de dolor de su tía, y habían acudido raudos, con lo que
en ese mismo instante tenían entre manos, trabajando como estaban en la fragua.
―¡Hagan algo! ―ordenó titubeante el señor marqués
dirigiéndose a los agentes del orden.
Éstos vacilaron unos instantes: si soltaban a la mujer, ésta
caería al suelo semiinconsciente como estaba; por otro lado, la veintena de
jornaleros que había en la plaza, se fueron moviendo sin que ellos se dieran
cuenta y, ahora, estaban rodeados por hombres que no les tenían ninguna
simpatía y con una actitud claramente hostil.
La indecisión de los guardias civiles fue aprovechada por los
sobrinos de la castigada, que se acercaron más hacia el señorito llevando sus
armas de labranza por delante. Los jornaleros también dieron un paso al frente,
estrechando el círculo formado alrededor del señorito y de los hombres de la
benemérita, que seguían sosteniendo a
Julia que parecía haberse recuperado un
poco y tenía los pies bien plantados en el suelo.
El marqués de Val de San Vicente y Horcajuelo, Grande de
España por la Gracia de Dios y de sus antepasados, que no por méritos propios, al ver la guadaña tan
cerca retrocedió con pasos temblorosos
hasta que su espalda chocó con los guardias civiles. Les rodeó y se puso tras
ellos usándolos como parapeto, a los agentes y a la mujer, ante la guadaña del
joven herrero. El color de su rostro en un instante había pasado del rojo
sofoco de la ira al pálido cadavérico: clareaba más su cara que su traje. Sus
plateadas sienes le daban ahora un aspecto un tanto cómico. Dubitativo escudado en Julia que seguía
sostenida por los agentes del orden dijo con voz entrecortada:
―¡Apunten con…sus a…aaarmas y… dis…disparen si si si es
necesario!
El cabo de la benemérita, más
experimentado que su compañero, comprendió que en aquella situación si
disparaban un solo tiro, aquellos hombres se les echarían encima y los
destrozarían. A lo sumo, conseguirían disparar un par de veces sus armas
reglamentarias y podrían tumbar un par de hombres cada uno, pero el resto se
arrojaría sobre ellos y no saldrían con vida de aquella plaza.
Los ánimos estaban muy crispados y los sentimientos de todas
aquellas personas, contra ellos y contra el marqués, estaban a flor de
piel. Sólo necesitaban un líder que los
dirigiera o diera el primer paso contra ellos. Y bien pudieran ser los tres
hijos, armados con herramientas de labranza que resultarían fatales para ellos,
del recientemente fallecido herrero del pueblo.