El comisario
se encogió de hombros dando por hecho que o resolvían el caso pronto o él
pagaría por estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Poyales
entendió perfectamente lo que insinuó y no dijo el comisario. Levantándose de
la silla dijo
— Supongo que
aun no estoy detenido.
El comisario
negó con la cabeza.
Poyales se
dirigió a la puerta de su antiguo despacho
y volviéndose pidió:
— Espero que
no olvidéis los años que hemos pasado juntos resolviendo casos y me echéis una
mano.
—Cuenta con
ello —respondió raudo el inspector Toril—. Ahora mismo hablaré con el juez para
ver si nos autoriza a comprobar las llamadas del móvil de este tipo
—terminó señalando la imagen del político Alberto Ríos.
— Gracias
—respondió Poyales desde la puerta.
— No las des.
Es nuestro trabajo —contestó enigmático “El Greco”.
Ya en la
calle, Poyales iba pensativo. Pasar una temporada en la cárcel no le agradaba
en absoluto aunque tuviera resuelto el tema de la comida. Los dos mil euros
recibidos de la Rubia Platino estaban llegando a su fin y pocas cosas le
quedaban por vender. De regresos a su casa pasó por la tienda del detective y
contarle al dependiente lo que había pasado con las cámaras y el móvil.
—Buenas
tardes, no sé si me recuerda, hace unos días compré una cámaras que conectadas
con el móvil le enviaban lo que grabaran.
— Claro que
me acuerdo —respondió el dependiente. Como no iba a recordar al que entró
pidiendo micrófonos y no sabía que existían cámaras igual de pequeñas que lo
captaban todo.
— Pues veras
—comenzó Poyales—, las cámaras no sé si gravaron lo ocurrido, pero el caso es
que al teléfono no enviaron nada y no sé porqué.
— ¿Estaba
bien de batería? —preguntó el dependiente.
— Creo que sí
—dijo pensativo El detective. Lo cierto es que cuando lo miro, después de salir
de la comisaría, estaba apagado. Con la mirada de los agentes y su detención no
pudo mirarlo antes —. Aunque pensándolo bien no pude mirarlo en el momento y
unas cuatro horas más tarde, cuando lo quise mirar, estaba apagado.
— Las
imágenes que envían las cámaras están durante unos días en la nube y después se
borran.
— Donde dice
que están las imágenes ¿En las nubes?
El
dependiente miró a Poyales y sonriendo respondió:
— Es una
forma de hablar. No sé el tiempo que puede pasar desde que se grabaron las
imágenes para poder recuperarlas. Puedo intentarlo, pero necesito que me deje
el móvil y las cámaras para poder hacerlo.
Poyales sacó
lo pedido del bolsillo y lo puso sobre el mostrador:
— ¿Cuánto
tardarás? Es muy urgente.
— No es fácil,
necesitaré tres o cuatro días como mínimo —Contestó el dependiente.
— ¡Ponte con
ello! Dentro de tres días me paso por aquí.
—Está bien. Pero
no le garantizo nada —replicó el comerciante.
— Inténtalo
por favor —pidió Poyales dando media vuelta y saliendo de la tienda.
Imagen del archivo de la ACDT El Piélago
Se marchó a
casa. Llevaba todo el día sin comer y no tenía hambre. Aun así antes de llegar pasó
por un supermercado y compró una barra de pan, un poco de jamón serrano y una botella
de agua. Llegó a casa se dio una ducha rápida. Encendió la tele y se sentó a
degustar las viandas compradas. Comió despacio, muy despacio dando vueltas a
sus enredadas reflexiones. Para terminar se puso un café: agua con
descafeinado, que tomó a pequeños sorbos. El sabor del café se mezclaba con sus
amotinados pensamientos: Donde estaría la Rubia Platino; sería la viuda tan
inocente como aparentaba; la distancia al pueblo de la madre no era tanta;
tendría la victima seguro de vida, sería bueno saberlo. Sacó su libreta y
apuntó:
¿Victima
seguro vida?
Apagó el televisor
su cabeza estaba en otro sitio. Cogió un libro y estuvo leyendo hasta que, sin
darse apenas cuenta, se quedó dormido con el libro abierto sobre el pecho.
Se despertó
sobresaltado: alguien aporreaba la puerta.
— ¡Voy! —gritó
desesperezandose y estirándose. Cuando abrió
la puerta vio al inspector Toril, acompañado de otros agentes, que le
mostraba un papel.
— Lo siento
Poyales, orden de detención. El juez
quiere interrogarte.
El detective
no miró la orden que en cierto modo esperaba. Se limitó a decir:
— Pasar y
darme unos minutos para que me ponga un poco decente.
Ante el signo
positivo del inspector, Poyales desapareció de la vista de los agentes para
presentarse a los pocos minutos con la cara lavada, bien peinado y con ropa limpia.
Salieron todos.
El detective cerró al puerta con llave y cerrojo y después tendió las manos a
los agentes para que le esposaran.
— ¡No es
necesario! —exclamo Toril dando un manotazo al aire.
— ¿Qué ha
pasado? —preguntó Poyales una vez montados en el coche patrulla y este en
marcha.
— Alguien ha
ido con el cuento a los de arriba —contestó el inspector Toril—, ya sabes lo
que eso supone.
— ¿Y no habéis
puesto ninguna objeción?
— El
comisario está esperando un ascenso de los políticos de turno y la resolución
de un caso tan mediático, con la
detención del sospechoso en un par de días, le puede favorecer mucho —contestó
de mala forma Toril—. No está para echar una mano a nadie.
— Ya —comentó
Poyales—, se junta el hambre con las ganas de comer.
— De todas
formas será el juez quien debe decidir si te detiene o no. Mañana está de
guardia la juez que tan bien te trató anteriormente, hasta entonces estarás
detenido en la comisaria y después será ella quien decida. Te interrogará y a
su señoría le puedes contar todas tus sospechas, y en el lio que andas metido
por culpa del encargo de esa mujer. Seguro
que te escucha atentamente —replico el policía—. Yo no puedo hacer más.
Llegaron a comisaría
y el detenido fue llevado a una celda. Antes dijo dirigiéndose a su antiguo
subordinado:
— Gracias
Toril, te lo agradezco mucho.
Ya en la
celda, el detenido se tumbo en el jergón y decidió tomárselo con calma. Otra cosa
no podía hacer.
Al día siguiente
le llevaron ante la juez, que al verle
le reconoció:
— Otra vez
usted, Poyales.
Estuvo toda
la mañana contestando las preguntas de su señoría. También le contó todo lo
ocurrido desde que la Rubia Platino entrara en su casa para contratarle, e
insistió en que todo era una trampa en la que absurdamente cayó como un
colegial.
La juez atendiendo
la petición del fiscal, sin duda presionado por los de arriba y los del banco,
le impuso prisión eludible bajo una fianza de 25.000 euros, desoyendo la
petición del ministerio fiscal que pedía prisión incondicional por existir
riesgo de fuga.
Poyales
cuando escuchó a la juez, cerró los
ojos: el no tenía esa cantidad ni nada con lo que la pudiera abalar, por lo que
pasaría una larga temporada en la cárcel. Por lo menos hasta que saliera el
juicio y después…
—Alegra esa
cara hombre —comentó Toril —. Esta Juez te tiene aprecio, sino la fianza
hubiera sido mucho más alta.
— Ya —murmuró
el detenido—. Algún día le agradeceré ser tan benévola.
De los
juzgados Poyales salió esposado en un
furgón de la guardia civil camino de la cárcel, su nuevo destino.
—Soy inocente
aunque todo me señale. No lo olvidéis. Mientras yo estoy encerrado el verdadero
asesino esta suelto —dijo el detenido cuando se despedía de Toril, su antiguo
compañero.
—No te
preocupes, seguiremos investigando.