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martes, 2 de abril de 2019

Poyales y el caso de la Rubia Platino


Ante él una mujer despampanante: una  cara preciosa, con unos dientes blancos perfectos; ojos grandes y rasgados; labios grandes  con carmín rojo pasión; con una mirada azulada tirando a marrón intensa y penetrante;  nariz pequeña y altiva. Su pelo ensortijado, rubio platino con matices color tierra azabache le daban un toque despreocupado y esotérico, descansaba sobre sus hombros. Vestía un pantalón negro ajustado y un suéter rojo que le marcaba unas curvas perfectas y armoniosas, muy armoniosas para una mujer de su misma altura. Llevaba una cazadora de piel negra colgada del brazo y cruzado sobre el pecho un bolso de color rojo pasión.

La mujer se dejó contemplar unos segundos mientras miraba un periódico un tanto arrugado y preguntó:

— ¿Es usted Roberto Poyales, detective privado?

—El mismo.

— Quiero que investigue…

Poyales se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y dijo señalando la puerta:

— Pase usted, hablaremos mejor en el despacho.

La rubia platino dudó un poco. A sus treinta y cinco años, Poyales era un hombre de mediana estatura, uno setenta para ser exactos; no era excesivamente atractivo pero sí un tanto resultón: ojos oscuros, labios gruesos sobre todo el inferior, nariz recta y ancha, amplia frente con el pelo corto que peinaba con una raya en su izquierda. Estaba delgado, quizá en exceso: la dieta de estrecheces no daba para más. Vestía un pantalón vaquero aviejado por el tiempo y los sucesivos lavados que no por la moda, una camisa clara y una americana marrón oliva. Su sonrisa dejaba ver unos dientes casi perfectos y dejaba un hoyuelo en su barbilla que le daba un aspecto bonachón, y fue lo que incito a la recién llegada a entrar en el despacho, cuya puerta abierta estaba junto a la de entrada de la casa.

Una vez sentados uno frente al otro con una mesa de por medio en el austero despacho, Poyales invitó:

—Usted dirá.

—Quiero… —la mujer dudo, parecía que le costaba hablar— que vigile a mi marido. Creo que me engaña.

¡El dios que lo batano!,  pensó el detective, el hombre que engañe a una mujer como tú, es un imbécil  o un tonto incapaz de apreciar lo que tiene en casa. Él que llevaba más de tres años y medio sin yacer con mujer alguna, aunque desde que le dejó la suya sentía cierta aversión  hacia ellas, y en cierto modo comprendía que Carmen se cansara del hombre silente en que se convirtió, ,  naufragando en su bulevar de sueños perdidos del que necesitó ayuda de un especialista para bosquejar lo que podría ser un nuevo sueño, y le dejara sin mediar una palabra, ni buena ni mala. Jamás engañó a su mujer y le pareció que buscar fuera de casa teniendo una mujer como aquella dentro era de ser un imbécil integral.
                       Foto del Archivo de imágenes de la ACDT El Piélago
 

—No hay ningún problema —contestó el detective.

— ¿Cuánto me costará? —quiso saber la mujer.

—En principio mil euros, pagando un anticipo de al menos una cuarta parte. Si necesito más durante la investigación se lo iré pidiendo. Todo depende de los viajes que tenga que hacer y los medios que tenga que emplear para seguir a su marido. Al final le pasaré una factura que incluirá mis honorarios y todos los demás extras que surjan.

—No creo que  tenga que viajar mucho, creo que me engaña en mi propia casa.

— ¿Y usted? —pregunté arqueando una ceja sorprendió. Hay que ser rematadamente gilipollas para engañar a tu mujer en tu propia casa, a tenor de miradas indiscretas y tal vez envidiosas de vecinos y vecinas a menos que…

— ¿Con la criada?

—No tenemos criada, ni asistenta ni nada que se le parezca. Yo salgo por la mañana y no regreso hasta la tarde noche.

—Y él ¿no trabaja? —pregunté cada vez más sorprendido.

—Sí. Tiene un horario muy estricto al comienzo de la mañana, pero después a lo largo del día su trabajo le permite entrar y salir sin ningún problema y sin dar demasiadas explicaciones a nadie.

—Comprendo.

Después de unos segundos en silencio contemplándose mutuamente, la mujer preguntó:

— ¿Le llevará mucho tiempo?

—Si es como usted dice, un par de semanas

Sacó un papel y un lápiz de su bolso rojo pasión, a juego con sus labios,  y escribió sobre la mesa. Al terminar deslizo el papel hacia mí diciendo:

—Aquí tiene la dirección de mi casa y la del trabajo de mi marido. ¿Necesita algo más?

—Bueno —Observé, entrar en la vivienda de la cliente no me supondría ningún problema pero…—, si tengo que entrar en su casa no me vendría mal una llave y también una foto actual de su marido para conocerle.

La rubia platino sacó del bolso rojo pasión una cartera de piel negra de la que extrajo dos fotos una del marido y otra de los dos, a juzgar por la segunda, bastante actuales. También sacó un fajo de billetes de los que apartó quinientos euros  y los dejó sobre la mesa. Poyales acarició el dinero con la mirada aunque no hizo el menor ademán de cogerlos: ese día comería como Dios manda.

—Espero estar equivocada y que su investigación sea un fracaso —dijo la mujer poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la salida.

—Aun así  tendrá que pagarme el resto —remarcó el detective mientras la seguía hacia la puerta.

—Por eso no debe preocuparse, le pagaré con satisfacción —contestó con rapidez la mujer.

Poyales iba a abrir la puerta cuando ella habló de nuevo mirándole a los ojos. El detective vio unos ojos brillantes con una lágrima bailando en ellos:

—Le dejaré una llave en el dintel de la puerta.

—Tendrá noticias mías. Por cierto ¿Cómo debo dirigirme a usted?

—Eloísa, llámeme Eloísa —respondió la aludida tendiéndole la mano.

Poyales la estrechó la mano y la mujer salió. El detective la vio  alejarse siguiendo el contoneo cadencioso de sus caderas con la mirada.

Continuará...

1 comentario:

  1. Haces unas descripciones fabulosas. Me gusta mucho como escribes tus historias.

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