Ante él una mujer despampanante: una
cara preciosa, con unos dientes blancos perfectos; ojos grandes y
rasgados; labios grandes con carmín rojo
pasión; con una mirada azulada tirando a marrón intensa y penetrante; nariz pequeña y altiva. Su pelo ensortijado,
rubio platino con matices color tierra azabache le daban un toque despreocupado
y esotérico, descansaba sobre sus hombros. Vestía un pantalón negro ajustado y
un suéter rojo que le marcaba unas curvas perfectas y armoniosas, muy
armoniosas para una mujer de su misma altura. Llevaba una cazadora de piel
negra colgada del brazo y cruzado sobre el pecho un bolso de color rojo pasión.
La mujer se dejó contemplar unos segundos mientras miraba un periódico un
tanto arrugado y preguntó:
— ¿Es usted Roberto Poyales, detective privado?
—El mismo.
— Quiero que investigue…
Poyales se llevó el dedo a los labios en señal de silencio y dijo
señalando la puerta:
— Pase usted, hablaremos mejor en el despacho.
La rubia platino dudó un poco. A sus treinta y cinco años, Poyales era un
hombre de mediana estatura, uno setenta para ser exactos; no era excesivamente
atractivo pero sí un tanto resultón: ojos oscuros, labios gruesos sobre todo el
inferior, nariz recta y ancha, amplia frente con el pelo corto que peinaba con
una raya en su izquierda. Estaba delgado, quizá en exceso: la dieta de
estrecheces no daba para más. Vestía un pantalón vaquero aviejado por el tiempo
y los sucesivos lavados que no por la moda, una camisa clara y una americana
marrón oliva. Su sonrisa dejaba ver unos dientes casi perfectos y dejaba un
hoyuelo en su barbilla que le daba un aspecto bonachón, y fue lo que incito a
la recién llegada a entrar en el despacho, cuya puerta abierta estaba junto a
la de entrada de la casa.
Una vez sentados uno frente al otro con una mesa de por medio en el austero
despacho, Poyales invitó:
—Usted dirá.
—Quiero… —la mujer dudo, parecía que le costaba hablar— que vigile a mi
marido. Creo que me engaña.
¡El dios que lo batano!, pensó el
detective, el hombre que engañe a una mujer como tú, es un imbécil o un tonto incapaz de apreciar lo que tiene
en casa. Él que llevaba más de tres años y medio sin yacer con mujer alguna,
aunque desde que le dejó la suya sentía cierta aversión hacia ellas, y en cierto modo comprendía que
Carmen se cansara del hombre silente en que se convirtió, , naufragando en su bulevar de sueños perdidos
del que necesitó ayuda de un especialista para bosquejar lo que podría ser un
nuevo sueño, y le dejara sin mediar
una palabra, ni buena ni mala. Jamás engañó a su mujer y le pareció que buscar fuera
de casa teniendo una mujer como aquella dentro era de ser un imbécil integral.
Foto del Archivo de imágenes de la ACDT El Piélago
—No hay ningún problema —contestó el detective.
— ¿Cuánto me costará? —quiso saber la mujer.
—En principio mil euros, pagando un anticipo de al menos una cuarta
parte. Si necesito más durante la investigación se lo iré pidiendo. Todo
depende de los viajes que tenga que hacer y los medios que tenga que emplear
para seguir a su marido. Al final le pasaré una factura que incluirá mis
honorarios y todos los demás extras que surjan.
—No creo que tenga que viajar
mucho, creo que me engaña en mi propia casa.
— ¿Y usted? —pregunté arqueando una ceja sorprendió. Hay que ser rematadamente
gilipollas para engañar a tu mujer en tu propia casa, a tenor de miradas
indiscretas y tal vez envidiosas de vecinos y vecinas a menos que…
— ¿Con la criada?
—No tenemos criada, ni asistenta ni nada que se le parezca. Yo salgo por
la mañana y no regreso hasta la tarde noche.
—Y él ¿no trabaja? —pregunté cada vez más sorprendido.
—Sí. Tiene un horario muy estricto al comienzo de la mañana, pero después
a lo largo del día su trabajo le permite entrar y salir sin ningún problema y
sin dar demasiadas explicaciones a nadie.
—Comprendo.
Después de unos segundos en silencio contemplándose mutuamente, la mujer
preguntó:
— ¿Le llevará mucho tiempo?
—Si es como usted dice, un par de semanas
Sacó un papel y un lápiz de su bolso rojo pasión, a juego con sus labios,
y escribió sobre la mesa. Al terminar
deslizo el papel hacia mí diciendo:
—Aquí tiene la dirección de mi casa y la del trabajo de mi marido. ¿Necesita
algo más?
—Bueno —Observé, entrar en la vivienda de la cliente no me supondría
ningún problema pero…—, si tengo que entrar en su casa no me vendría mal una
llave y también una foto actual de su marido para conocerle.
La rubia platino sacó del bolso rojo pasión una cartera de piel negra de
la que extrajo dos fotos una del marido y otra de los dos, a juzgar por la
segunda, bastante actuales. También sacó un fajo de billetes de los que apartó
quinientos euros y los dejó sobre la
mesa. Poyales acarició el dinero con la mirada aunque no hizo el menor ademán
de cogerlos: ese día comería como Dios manda.
—Espero estar equivocada y que su investigación sea un fracaso —dijo la
mujer poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la salida.
—Aun así tendrá que pagarme el
resto —remarcó el detective mientras la seguía hacia la puerta.
—Por eso no debe preocuparse, le pagaré con satisfacción —contestó con
rapidez la mujer.
Poyales iba a abrir la puerta cuando ella habló de nuevo mirándole a los
ojos. El detective vio unos ojos brillantes con una lágrima bailando en ellos:
—Le dejaré una llave en el dintel de la puerta.
—Tendrá noticias mías. Por cierto ¿Cómo debo dirigirme a usted?
—Eloísa, llámeme Eloísa —respondió la aludida tendiéndole la mano.
Poyales la estrechó la mano y la mujer salió. El detective la vio alejarse siguiendo el contoneo cadencioso de
sus caderas con la mirada.
Continuará...
Continuará...
Haces unas descripciones fabulosas. Me gusta mucho como escribes tus historias.
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