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martes, 26 de marzo de 2019

Poyales: Detective privado


 

El personaje.

Roberto Poyales era un inspector de policía en Toledo. Fue suspendido de empleo y sueldo durante cuatro años por una indiscreción. Por su capacidad de trabajo, su forma de realizarlo y por su  intuición para resolver los casos que le asignaban, ascendió a inspector del cuerpo siendo muy joven.

Para bien o para mal, visto lo ocurrido para mal aunque nunca se sabe, le tocó investigar  un caso que se hizo célebre  toda España al salir en todos los medios incluidos varios canales de televisión: el caso de la mujer en la bañera:

Una pareja joven compró una casa de segunda mano. La vivienda estaba muy deteriorada pero era muy céntrica y a un precio muy asequible. No tardaron mucho en iniciar la reforma de lo que sería su hogar. En el baño, muy espacioso,  había una bañera muy deteriorada de  1,30 metros de larga. Al quitar la bañera, los albañiles descubrieron el cuerpo de una mujer al que le habían cortado las piernas por las rodillas para que entrara en el habitáculo. Los operarios se sorprendieron, y se lo hicieron notar a los jóvenes dueños, de lo extraño que resultaba el que la bañera estuviera sobre un altillo de unos veinticinco centímetros.  Cuando vieron lo que había debajo comprendieron el porqué de la elevación.

La investigación recayó sobre el joven inspector Roberto Poyales que con muy buen tino descubrió que la casa en cuestión llevaba tres años deshabitada, ya que el último propietario, Francisco Oncibañez,  murió con muchos años y sus herederos tardaron dos  años largos en ponerse de acuerdo para repartir sus bienes. Este hombre vivió en la casa cinco años y medio y los herederos aseguran que el baño era tal y como estaba, que su progenitor nunca hizo obras en las casa.

Poyales siguió con sus pesquisas, rebuscando en el pasado de la vivienda y los que en ella habían habitado. Tirando del hilo hacia atrás, llegó a la inmobiliaria que  había tenido la vivienda durante cuatro años. Durante ese tiempo la casa fue alquilada a dos estudiantes cada año, hasta que el último inquilino, Francisco Oncibañez, la compró. Los seis estudiantes, hoy ya no estudian, aseguraron que la bañera estaba en un alto cuanto entraron a vivir. La inmobiliaria compró la vivienda a un chico joven que,  con el correr de los años, fundó un nuevo partido y ahora era un líder político con muchas posibilidades de llegar a presidente de gobierno.

Todo apuntaba hacia él ya que los padres compraron la casa a la constructora como regalo para su hijo. La empresa constructora desapareció hace años, por lo que por ahí no pudo  averiguar nada, pero todos los albañiles y empresas de construcción y reformas consultadas, opinaron  que poner la bañera de esa forma era un gasto innecesario, incomodo y desde luego nada practico. En una palabra, que la bañera se levantó para ocultar algo dentro.

El joven político era diputado y gozaba de inmunidad parlamentaria. Ya se sabe que los políticos, en particular  los que llegan a diputados y senadores, son de otra "casta": una "casta" con unos privilegios que el resto de mortales no tenemos. Ciertos jóvenes recién llegados a la política criticaban mucho a la “casta” como llamaban a los políticos, hasta que llegaron ellos a pertenecer a ella y dejaron de criticarla. El caso es que las pesquisas del inspector Roberto Poyales llegaron a oídos del político en cuestión.
                           Foto del archivo de imágenes de la ACDT El Piélago
 

Poyales, aunque contaba pocas cosas de su trabajo en casa a su esposa Carmen, ésta estaba muy orgullosa de que su marido llevara el caso de la mujer de la bañera, del que todos los periódicos, radios y canales de televisión hablaron mucho en su día, y ahora algún que otro volvían a hacerlo. Carmen con lo poco que sacaba a su marido o interpretando sus silencios a su conveniencia, les contaba a sus amigas en la peluquería los derroteros de la investigación.

El joven político apoyado en su inmunidad, sabiendo que si lograban inculparle por algo que, supuestamente, hizo antes de estar en política, su carrera terminaría de inmediato. No podía permitirlo ahora que en las próximas elecciones,  las encuestas le eran muy favorables y si los españoles querían, podría ser presidente de gobierno. Pidió  favores, movió hilos, removió, como suele decirse, Roma con Santiago, que unido a las envidias en la comisaría ante un hombre que había llegado a inspector antes de lo previsto, sin estar el tiempo necesario en las escalas inferiores, acabaron con la carrera Roberto Poyales.

El inspector fue juzgado por cómplice, dejadez de funciones al poner sobre aviso al principal sospechoso y que éste se pusiera a la defensiva tejiendo cortinas de humo espeso donde antes había una meridiana claridad. No fue a parar a la cárcel porque la juez comprobó, y así lo dijo en la sentencia, que todo había sido una indiscreción y no precisamente de él sino de su esposa. Él había pecado de ingenuo, algo que no se podía permitir un inspector de policía. Pero no pudo evitar que le suspendieran de empleo y sueldo durante cuatro años. Cuatro largos años.

Poyales se metió en su casa. Estuvo cinco meses sin pisar la calle. No culpó a su esposa con palabras pero sí con actos, miradas y silencios. A los dos meses Carmen no aguantó tantos silencios y tantas  miradas incriminatorias y le abandonó.  A partir de entonces solo recibió visitas de un amigo de la infancia. Un buen amigo que le insistía en que tenía que cambiar incluso visitando a un psicólogo que le guiara si no podía por sí solo. “Te han hundido…no te derrotes tú solo”, le recordaba su buen amigo.

Ahora, tres años y medio más tarde de todo aquello, Roberto Poyales estaba sin blanca. Todos sus ahorros se los fue comiendo entre sus necesidades básicas y el psicólogo. Dejó el gimnasio por cuestiones monetarias aunque, haciendo caso al experto en psicología, corría por el parque del barrio casi todos los días. Poco a poco fue vendiendo muebles y cosas “innecesarias”  en tiendas de segunda  mano  ó a través de Wallapop. Su casa, heredada de sus padres, se había ido quedando vacía: en el salón unas cajas de fruta hacían de mesa, sillas y también de estanterías donde tenía varios libros —siempre fue un lector empedernido—; la tele hacía tiempo que no estaba; su habitación vestía con una triste cama, otra caja de fruta por  mesilla y un armario que no pudo vender por ser empotrado. Lo único que quedaba un poco decente era la habitación, más cercana a la entrada, donde había puesto su despacho de detective privado. Haciendo caso a su psicólogo que le dijo, en repetidas ocasiones, que aprovechara todos sus conocimientos, sabiduría y experiencia como inspector de policía y se hiciera un buen detective.

Lo último que vendió, de esto hacia ya un mes, fue un reloj de una marca muy prestigiosa: Maurice Lacroix de oro heredado de su padre, que entregó con mucha pena  porque era lo único tangible que conservaba de su progenitor, y que en su día debió valer buenos cuartos. Lo conseguido le permitió poner un anuncio en dos periódicos locales durante un mes, subsistir durante ese tiempo y, además, comprar un reloj de tres euros que, aunque no lucía tanto en la muñeca, le daba la hora igual que el otro.

Lo único que le quedaba por vender era el móvil, pero no podía hacerlo porque en el anuncio puso el número como contacto y, además, quién iba a querer una antigualla como la que llevaba en el bolsillo. Había oído hablar de la moda Vintage, o el culto por lo antiguo aunque no excesivamente, y tal vez le dieran unos cuantos euros. Eso o volver a recurrir a su amigo de la infancia como había hecho en varias ocasiones.

En esas cavilaciones estaba cuando llamaron a la puerta. Sería media mañana de un día nublado y gris, tan gris como su vida desde hacia cuarenta y tres larguísimos meses. Abrió la puerta  y se quedo boquiabierto:

Continuara….

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