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martes, 9 de noviembre de 2021

Pequeña sinopsis cap.1

 


Julia, una vez que desapareció  el coche tras la nube de polvo, entró en su casa sin prestar más atención a los hombres del pueblo que, cabizbajos, habían empezado a murmurar en voz baja entre ellos.  Ella los conocía a todos, aunque la cara de alguno de ellos le era desconocida, por el sin fin de días que había visto aquellos rostros a lo largo de los años, desde que, de pequeña, se asomaba al postigo de su casa para verlos concentrarse en la plaza, en un silencio expresivo y ojos de abatimiento por el dolor, la ignominia y la miseria acumulada de tantos años de sufrimiento, de grandes trabajos semi esclavizados, y grandes, muy grandes privaciones. Todos esperaban con una leve y amarga esperanza, que ese día el dedo o la fusta  del señorito les señalara para poder llevar un mísero jornal, y un cuerpo casi reventado por el duro trabajo, a casa.

Los hombres que poco a poco se habían ido extendiendo por la plaza, para regresar a sus  casas aunque sin ninguna prisa, ya que no tenían ningún trabajo que hacer, quedaron paralizados al ver llegar de nuevo al marqués acompañado por un cabo y un número de la Guardia Civil, con sus armas reglamentarias colgadas al hombro. Alguno maldijo entre dientes por no haber abandonado antes la plaza.

El señorito, al contrario de cuando se marchó casi corriendo, traía un paso decidido y resuelto, como quien se sabe dueño de la situación.

―¿Dónde está el “Chorejo”? ―preguntó alzando la voz dirigiéndose a todos y a nadie en particular.

Ninguno de los presentes se atrevió a contestar. Ni tan siquiera se atrevieron a sostener su mirada. Sabían que la respuesta no sería del agrado del marqués y podría desencadenar su furia.

―¡Sáquenlo de su casa! ―ordenó el marqués irritado al no obtener respuesta,  señalando con la fusta, que seguía en su mano derecha, la casa donde anteriormente estuviera la madre del joven y que seguía con la puerta abierta.

Los dos guardias civiles entraron a toda prisa en la casa saliendo a los pocos minutos moviendo negativamente la cabeza.

―¡Tiene que estar escondido! ¡Buscad bajo la cama si es necesario! ―tronó de nuevo el señorito cada vez más rabioso, con una irritación apenas contenida  mientras se daba golpes con la fusta sobre su pierna derecha, mirando desafiante y con desprecio a todos los presentes.

No tardaron mucho en salir a la plaza los agentes del orden, uno tras otro y sin la compañía del joven buscado, por atreverse a plantarle cara al señor marqués, grande de España.

Éste rojo de ira por el tiempo transcurrido, los hombres del pueblo que seguían contemplando la escena, y al no encontrar al joven, estalló en gritos hacia los guardias civiles:

―¡Inútiles, traigan a la madre!

―Dice que no sabe dónde está ―contestó el cabo algo molesto.

―¡He dicho que la saquen aquí! ¿No me han oído?

Los dos hombres volvieron de nuevo al interior de la casa para salir a los pocos segundos llevando a Julia entre los dos, cogiéndola cada uno de un brazo.

La mujer en la puerta, en un movimiento brusco se soltó de las manos que la atenazaban. Altiva y desafiante dio unos pasos hacia el marqués parándose a escasos metros de él. El rencor y el odio que despedían sus ojos se clavaron en el señorito.

En dos zancadas, comido por la rabia y la frustración, el marqués de Val de San Vicente y Horcajuelo se acercó a la mujer y cogiéndola por los hombros la zarandeó mientras gritaba:

―¿Dónde está tu hijo?

―¡Se marchó! ―contestó Julia con voz altiva y mirando con desprecio a su interlocutor.

Los dos hombres del instituto armado se habían colocado a ambos lados de la mujer, un poco más atrás.

―¿Dónde ha ido? ―tronó la voz del señorito cada vez más irritado.

Julia por toda respuesta se encogió de hombros, sin dejar de mirar arrogante y con antipatía a los ojos del dueño del pueblo.

La cólera del marqués aumentaba por momentos, al estar por segunda vez en muy poco tiempo ante unos ojos en los que sólo veía desprecio y desdén hacia su persona y al no encontrar respuestas a sus preguntas. ¡Eso nunca antes había pasado! Él era un Grande de España  y todos le debían respeto. Y no sólo a él, también a su familia. Tenía que cortar de raíz aquel brote de odio y rebeldía antes de que los demás tomaran ejemplo. Levantó la fusta con rabia, prontitud y determinación. Iba a demostrar a todos aquellos palurdos quien mandaba en el pueblo. A él tenían la obligación de  respetarle. Su familia fue nombrada y distinguida por el Rey de todas las Españas con el título de marqués de Val de San Vicente y Horcajuelo, por los favores que ellos, sus antepasados, habían prestado a la corona para engrandecer la Patria. Por eso tenían que respetarle. Concentró toda su ira y fuerza que disponía en su mano derecha y dejó caer la fusta sobre la mujer.

El movimiento de la fusta fue tan rápido e inesperado que Julia no lo vio venir. Sabía que el hombre que tenía frente a ella se aprovechaba de las mujeres para apagar sus instintos de macho. Incluso se rumoreaba que a más de una la había forzado; pero pegar a una mujer que no era la suya delante de una veintena de hombres, eso nunca lo había esperado. Dio un alarido al sentir un dolor terrible en el cuello y en el hombro izquierdo. Trastabilló  llevándose la mano derecha a la parte dolorida y finalmente cayó al suelo.

―¡Sujétenla coño! ―exclamó  el marqués dirigiéndose a los guardias civiles.

Los agentes del orden rápidamente cogieron a la mujer, cada uno de un brazo, la levantaron y la pusieron de nuevo frente al grande de España.

―No son formas señor marqués ―comenzó a decir el cabo contrariado por la acción recién representada por éste.

―¿Dónde está tu hijo? ―preguntó, gritando aún más, de nuevo el señorito haciendo caso omiso a las palabras del cabo de la benemérita,  zarandeando de nuevo a la detenida, ahora sujeta por los dos guardias.

Julia por toda respuesta,  echando fuego por los ojos, escupió al marqués en  el rostro con todo el aborrecimiento y la rabia que tenía dentro de ella.

Éste quedó paralizado. ¡Era la primera vez en toda su vida que recibía una ofensa como esa y ante tanta gente!

―¡Perra! ―gritó fuera de sí y limpiándose  la cara con su mano izquierda, mientras violentamente levantaba otra vez la fusta para golpear de nuevo a la mujer que, sin ofrecer ninguna resistencia y cogida entre los dos agentes, esperaba el nuevo golpe con los ojos fijos en los del marqués.

―¡Te voy a enseñar a respetarme, zorra! ―bramó el señorito ciego de cólera, al tiempo que descargaba otro golpe sobre Julia.

Esta vez el golpe cayó sobre el  hombro de la prisionera que volvió a gritar de dolor. Un hilo de sangre comenzó a correr por la blusa oscura de la mujer que brilló   al impactarle los rayos del sol.

Julia volvió a tambalearse. Los dos hombres del orden que la sostenían  por los brazos impidieron que volviera a caer al suelo.

―Señor Marqués…―intentó decir el cabo de la benemérita.

―¡Cállese! ─vociferó el señorito contrariado―. ¡Yo soy un Grande de España y todos me tenéis que respetar y obedecer! ―terminó gritando, descargando de nuevo la fusta sobre la sometida y dolorida mujer.

A Julia se le doblaron las piernas y no fue a parar al suelo gracias a los fuertes brazos de los hombres del instituto armado. Aún así tuvo fuerzas para murmurar con todo el rencor de su corazón concentrado en sus ojos y en sus palabras:

―El respeto hay que ganárselo mal nacido.

―¿Qué me has dicho perra, qué me has dicho?

El marqués rojo de cólera, se acercó a la mujer dándole una patada en el vientre que la hizo doblarse  por la cintura y retroceder unos pasos,  junto a los hombres que la sostenían.

―¡Sujetadla bien inútiles! ―bramó el señorito levantando la fusta otra vez―. Esta zorra va a aprender a respetarme.

―¡Quieto! ―tronó una voz ronca, potente e imperiosa a la espalda del marqués.

Éste quedó con la mano en alto petrificado por la fuerte voz que había sonado bastante cercana y detrás de él. No era un hombre valiente, más bien todo lo contrario. Tardo en reaccionar y cuando lo hizo se volvió despacio para encontrarse a escasos dos metros, al hijo pequeño del recientemente fallecido herrero y, por tanto, sobrino de la mujer castigada, con una guadaña en la mano y en actitud de usarla si fuera preciso. Los dos hermanos del joven, cuya voz había petrificado al valiente señorito, estaban un poco separados y cada uno a un costado. El mayor tenía un hierro candente en punta, del que salía un humillo azulón que ascendía haciendo figuras imaginarias hacia el cielo,  y el mediano y más fuerte, sostenía una porra de grandes dimensiones en su mano derecha. Al parecer, alguien los había avisado de lo que estaba ocurriendo en la plaza, o ellos habían oído los gritos de dolor de su tía, y habían acudido raudos, con lo que en ese mismo instante tenían entre manos, trabajando como estaban  en la fragua.

―¡Hagan algo! ―ordenó titubeante el señor marqués dirigiéndose a los agentes del orden.

Éstos vacilaron unos instantes: si soltaban a la mujer, ésta caería al suelo semiinconsciente como estaba; por otro lado, la veintena de jornaleros que había en la plaza, se fueron moviendo sin que ellos se dieran cuenta y, ahora, estaban rodeados por hombres que no les tenían ninguna simpatía y con una actitud claramente hostil.

La indecisión de los guardias civiles fue aprovechada por los sobrinos de la castigada, que se acercaron más hacia el señorito llevando sus armas de labranza por delante. Los jornaleros también dieron un paso al frente, estrechando el círculo formado alrededor del señorito y de los hombres de la benemérita,  que seguían sosteniendo a Julia que parecía haberse  recuperado un poco y tenía los pies bien plantados en el suelo.

El marqués de Val de San Vicente y Horcajuelo, Grande de España por la Gracia de Dios y de sus antepasados, que  no por méritos propios, al ver la guadaña tan cerca retrocedió  con pasos temblorosos hasta que su espalda chocó con los guardias civiles. Les rodeó y se puso tras ellos usándolos como parapeto, a los agentes y a la mujer, ante la guadaña del joven herrero. El color de su rostro en un instante había pasado del rojo sofoco de la ira al pálido cadavérico: clareaba más su cara que su traje. Sus plateadas sienes le daban ahora un aspecto un tanto cómico.  Dubitativo escudado en Julia que seguía sostenida por los agentes del orden dijo con voz entrecortada:

―¡Apunten con…sus a…aaarmas y… dis…disparen si si si es necesario!

El cabo de la benemérita, más  experimentado que su compañero, comprendió que en aquella situación si disparaban un solo tiro, aquellos hombres se les echarían encima y los destrozarían. A lo sumo, conseguirían disparar un par de veces sus armas reglamentarias y podrían tumbar un par de hombres cada uno, pero el resto se arrojaría sobre ellos y no saldrían con vida de aquella plaza.

Los ánimos estaban muy crispados y los sentimientos de todas aquellas personas, contra ellos y contra el marqués, estaban a flor de piel.  Sólo necesitaban un líder que los dirigiera o diera el primer paso contra ellos. Y bien pudieran ser los tres hijos, armados con herramientas de labranza que resultarían fatales para ellos, del recientemente fallecido herrero del pueblo.

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