Hacía más de dos semanas de mi encuentro con el
compañero Perales. Los días cada vez eran más largos con tantas horas vacías
que no sabía de qué forma llenar. No olvidaba tampoco, aunque no me gustaba, la
misión encomendada por mi organización. Había conseguido hablar con dos
periodistas, a los que ya una vez en el frente concedí una entrevista, de dos
diarios importantes de Paris, y ambos me llamarían en unos días para una larga
entrevista. Les interesaba saber cómo un hombre, albañil de profesión, había
llegado a mandar, y con bastante acierto e incluso más que muchos militares
profesionales, todo un cuerpo de ejército. No desaprovecharía la ocasión para
denunciar las muertes y atrocidades que el régimen militar estaba llevando a
cabo en España. Mientras esperaba pasaba
todo el tiempo fuera, caminado por las calles de Paris. En la pensión estaba el
tiempo justo de las comidas. Cuanto menos tiempo estuviera al lado de madame
Rochill sería mejor para ambos, aunque
ella no se daba cuenta, o tal vez sí, y todo su afán era agasajarme. Aquella tarde llegué unos
minutos antes de la cena. La patrona salió a recibirme con un escote más
generoso que de costumbre.
─ Han dejado un mensaje para usted, monsieur Cabezuela.
La interrogué con la mirada. ¿Dónde está,
quién...?
─ Hay una nota al lado del teléfono ─ contestó
la mujer a mi interrogante mirada, al tiempo que caminaba delante de mi hacia el pasillo donde
estaba situado el auricular. Pude observar con todo detalle el contoneo rítmico
y provocador, quizá hoy más provocador que otros días, de sus caderas. Al
cruzar el comedor comprobé que el resto
de compañeros de pensión, ya estaban sentados a la mesa esperando la cena.
Aquella noche celebrábamos algo extraordinario aunque no sabía que: sobre la
mesa había dos botellas de vino. ¡El Dios que lo batanó, iba a beber vino por primera vez desde mi llegada
a Francia!
Sultán se apartaba a mi paso. Yo era el único
en cuyas piernas no se restregaba el animal. No le debió gustar el comentario
que hice cuando le vi por primera vez. La verdad es que estofado, en el frente
de Guadalajara, nos hubiera alegrado el día. ¡Estaba gordo el jodido gato!
Madame Rochill
me entregó una nota escrita con letras gruesas que decía:
”Café Marly, plaza
Colette, jueves 11,30, Monsieur Pera”
Guardé la nota en el bolsillo de pantalón
mientras la patrona me señalaba el comedor donde esperaba el resto de
comensales. Me volví para retroceder hacia el comedor cuando sentí una palmada
en el culo.
Me quedé petrificado. ¡El Dios que lo batanó!
Era la primera vez en mis cuarenta y cinco años que una mujer me daba una palmada en el
trasero.
Intenté volverme hacia la mujer pero ésta, con
suavidad y con decisión, con su mano apoyada en mi espalda, me empujaba hacia
el comedor mientras con la otra mano volvió a darme otra palmada en el culo.
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario