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martes, 7 de mayo de 2019

Poyales: El caso de la Rubia Platino (IV)


— Si es que les cogen y no les hacen nada —comentaba un cliente.

— Entran por una puerta y salen por otra —recalcó otro.

— Si es que no hay justicia —comentó el camarero.

— Y no se te ocurra enfrentarte a los ladrones porque entonces si que aparece la justicia pero contra ti que te has defendido de los delincuentes —habló de nuevo el primero.

— Campan a sus anchas. Así nos va —intervino otro en la conversación.

— Con Franco no ocurrían estas cosas — dejó caer un cliente en la esquina de la barra.

Poyales pago su café y salió dejando a los clientes matinales. Que gente, con el dictador ocurrían estas cosas y otras mucho peores para la salud de la gente, la diferencia es que nadie se atrevía a contarlo, por qué las consecuencias de hacerlo podían ser funestas. Jodida educación, ¡qué mal nos han contado la Historia! A sabiendas de que nos engañaban, de que no nos enseñaban toda la verdad. Sólo la verdad que a unos pocos les interesaba. Jodido país que con cuarenta años de democracia todavía, en los colegios, siguen enseñando mal la historia del siglo pasado en España.
                                          Foto del archivo de imágenes de la ACDT El Piélago

Con estas cavilaciones el detective llegó al bar de la plazoleta de la Iglesia. Remoloneó un poco observando la plaza y finalmente entró y pidió otro café. No tardó mucho en aparecer el marido de su cliente. Como la víspera ya tenía el café y una tostada sobre la barra cuando se acercó a ella. El camarero veía aparecer el coche e inmediatamente preparaba la consumición.

— Buenos días  —saludó—, parece que esta noche los cacos se han cebado en el barrio.

— Si cuando les cogen les dieran una buena paliza, que estuvieran que estar tres o cuatro meses en el hospital con los huesos rotos, se les quitarían las ganas de robar —dijo el camarero.

— Si hombre —contestó el marido—, ocupando una cama que pudiera necesitar cualquiera de nosotros y dándoles de comer gratis.

— Claro —replicó el camarero—, tú como vives en un barrio con vigilancia y con una puerta blindada.

Poyales tuvo que reprimir una carcajada al oír al camarero. En las dos horas que estuvo sentado en el parque, junto al viejo el día anterior, y la larga hora de la madrugada no había visto nada que tuviera que ver con vigilancia. En cuanto a la puerta, si él que no era experto y llevaba cuatro años sin practicar, tardó poco más de un minuto en abrir, para un ladrón sería como entrar en su propia casa.

— Quizá —intervino el detective—, habría que perseguir con más saña a los que compran los objetos robados. Quitarles todo lo comprado y ponerles una buena multa que les deje la cuenta tambaleando. En esto todos deberíamos contribuir y cuando nos ofrezcan una ganga en vez de comprarla y presumir de lo comprado, deberíamos pensar qué hay detrás de esa ganga, porque nadie da duros a pesetas. Los ladrones, por regla general,  no se quedan con lo robado, lo venden. Si no tuvieran a quien llevarle la mercancía robada… disminuirían mucho los atracos.

El marido, con la boca llena, levanto el dedo índice en señal de aprobación.

El camarero contestó:

— Puede que  tenga usted razón, pero algo hay que hacer. Así no podemos seguir. La justicia debe impartirse con más saña con toda esa gentuza.

El marido acabó su desayuno, pagó y salió del bar. Montó en su Audi y desapareció. El detective también pagó su consumición y se marchó. Llevaría unos veinte minutos paseando por las calles del barrio cuando el móvil vibró y emitió un sonido muy estridente. Lo sacó del bolsillo y lo miró: comprobó que una de las cámaras conectadas al móvil al detectar movimiento había comenzado a grabar en tiempo real. Lo guardó en la faltriquera y aligeró el paso, quería llegar lo antes posible al aparcamiento y, en el coche, ver la grabación. No quería llamar la atención por la calle, él no era como los jóvenes de ahora,  que están más pendientes del móvil que de donde pisan. Tardó quince minutos en llagar al coche. No le preocupaba el tiempo ya que el móvil guardaría lo grabado hasta que él decidiera borrarlo, aun así tenía prisa y curiosidad, no exenta de morbo, por verlo.  Se sentó en el coche y encendió el móvil. Lo que vio le dejo perplejo:

¡Coño quién engaña a quién!
 
Continuará...

 

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