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martes, 14 de mayo de 2019

Poyales: el caso de la Rubia Platino (V)


La que emitía era la cámara de la habitación, y mostraba sin ningún complejo a su cliente desnuda como vino al mundo, más imponente aun que vestida; al marido también desnudo y a otra mujer completamente desnuda también. Era la mujer menuda, que desnuda no tenía nada que envidiar a su cliente, que el día anterior, cuando estaba sentado en el parque con el viejo, vio salir de la casa. Le pareció menuda porque llevaba ropas bastante holgadas. Los tres estaban en plena orgia sexual. Los tres revueltos en la cama disfrutando los unos de los otros y los otros de los unos.

A Poyales  le daba completamente igual la vida sexual de su cliente. Acostumbrado como estaba de su época de policía a ver, oír y escuchar a sus compañeros narrar  todo tipo de relación, que ni él mismo antes se imaginaba que pudieran existir, pero que existían: ancho es el mundo y muchísima gente que lo puebla y hay de todo y para todos los gustos por extraños que nos resulten, y siempre que los participantes consientan y no se obligue a nadie a practicar  lo que no desea hacer, no hay delito y todo está bien dentro de la intimidad de cada casa.  Pero que su cliente le encargue que siga a su marido porque cree que la engaña, cuando según lo que veía en el móvil, estaban los tres mano a mano, es un decir, en plena orgía…

Algo le estaba ocultando su cliente y no era capaz de descubrirlo. Estuvo casi una hora viendo el espectáculo hasta que la mujer menuda abandonó la escena. Sería, como el día anterior, la primera en salir de la casa. Le vino a la memoria las palabras del viejo  del parque: "Ahí se debe armar cada orgia de la leche". Y no iba mal encaminado el abuelo. Tendría que volver a hablar con él. Miró su reloj. Ya era tarde: al viejo le habrían recogido ya. Otro día será.
                                                Foto del Archivo de imágenes de la ACDT El Piélago
 

Arrancó el coche y se puso en marcha. Unas nubes oscuras y esponjosas, preñadas de agua, le acompañaron de regreso a casa, aunque no llegó a llover. Al entrar, como era su costumbre, dejó las llaves sobre el recibidor: una caja de fruta pintada con flores alegres anunciando su contenido.  Terminaba de sentarse cuando sonó el móvil. Su sonido le alarmó: era la primera vez que sonaba su nuevo Smartphone: tardó unos segundo descolgar:

— ¡Dígame!

—Detective, tengo la copia de la llave. Mañana por la mañana se la dejo donde usted sabe. Por favor recójala lo antes posible, está el barrio un poco revuelto: los ladrones han hecho de las suyas.

—No se preocupe, mañana a primera hora la recogeré. Gracias.

Su cliente colgó sin más.

Poyales durmió poco y mal, algo se le escapaba y no era capaz de dar con ello. De madrugada se levantó. Estuvo leyendo casos que había recopilado en su etapa de policía y cuando la silueta de los edificios se empezó a difuminar en su ventana salió. Montó en el coche y fue a recoger la llave. La noche, como presagiaban las nubes del día anterior, había sido muy  lluviosa, aunque ahora chispeaba muy suavemente y no fue necesario darle al limpiaparabrisas. Un poco antes de llegar al barrio de su cliente se cruzó con el Audi blanco  seguido del Toyota rojo. Unos segundos después aparcó donde el día anterior y fue a recoger la llave.

Deslizó la mano por el dintel de la puerta y, ahora sí, allí estaba la llave. Sin querer rozó levemente la puerta y ésta se abrió.

 ¡Coño! ¿Qué pasa aquí?

Un poco mosqueado entró. Le recibió un olor conocido al que no supo ponerle nombre. Le extraño la tenue luz que salía de la puerta de la habitación: desde fuera todo estaba apagado.

Oyó sirenas de la policía cerca pero no le inquietó dado que en el barrio andaban los ladrones como Pedro por su casa. Entró en la habitación que era el único lugar de la casa donde había luz… el detective no pudo reprimir un lamento:

— ¡Dios!

La lámpara de la mesilla estaba tumbada bajo la cama por eso la luz era tan tenue. Sobre la cama envuelto en un charco de sangre absorbido por las sabanas y el edredón  estaba el marido de su cliente. Boca arriba con un cuchillo de cocina clavado en el pecho a la altura del corazón.

— ¡Alto. Arriba las manos!

Poyales se volvió. Frente a él dos policías, a los que no oyó llegar, le apuntaban con su arma reglamentaria.

— ¡Las manos donde podamos verlas!

El detective levantó las manos pensando en qué coño había pasado. Y porque el móvil no le había avisado de que la cámara habría detectado movimiento y se había puesto a gravar.

Uno de los agentes se le acercó sin dejar de apuntarle, le bajó una mano a la espalda, después bajó la otra y le puso las esposas. Poyales  no opuso ninguna resistencia e incluso colaboró para ser esposado. A los cinco minutos llegó el inspector Toril, que era subinspector y estaba  a sus órdenes, cuando le suspendieron  de empleo y sueldo. Unos días después le ascendieron y ocupó su lugar.

—Coño Poyales ¿tan bajo has caído? —le preguntó con mucha sorna.

—No he sido yo. No sé que ha pasado.

—No hace falta que te lea tus derechos, ya los conoces.

El detective pensativo afirmó moviendo la cabeza.

Mientras los policías practicaban las diligencias oportunas junto al cadáver y buscaban huellas y todo lo que pudieran encontrar en la casa, el detenido quedó en un segundo plano y muy sigiloso se deslizó hacia la puerta. Desde sus tiempos en la academia de policía acostumbraba a llevar una pequeña llave en el bolsillo trasero del pantalón. No le fue difícil quitarse las esposas.

Continuara…

1 comentario:

  1. Ufffffffffffff, que intringulis. Me he quedado con ganas de más.
    La que se le avecina al Poyales es tremenda.

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