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martes, 28 de mayo de 2019

Poyales y el caso de la Rubia Platino (VII)


...que la que oficiaba de viuda y a la que todos daban el pésame, era la mujer morena menuda, que sin ropa no lo era tanto. A su lado el hombre mayor y el joven que estaba en el cementerio. El detective se acercó, como otros muchos, y le ofreció consternado  sus más sinceras condolencias. Consternado porque le habían engañado y tenía que averiguar por qué. La viuda le dio gracias indiferente igual que el hombre mayor  y el joven, al que los presentes se referían como padre e hijo de la víctima.

A los dos días, el comisario le confirmó que en la casa, como él les dijera, no había ni una sola huella suya, solo en el dintel de la puerta y… en el mango del cuchillo. Y que eso de que lo perdió unos días antes ante un juez no valdría nada. Le informaron que la viuda el día anterior a los hechos,  a media mañana recibió una llamada y se tuvo que marchar al pueblo: su madre se puso enferma y tuvo que llevarla a urgencias. Volvió a casa cuando recibió la llamada de la policía informándole del triste suceso. Por lo que no sabía quién pudo matar a su marido. Según ella no tenía enemigos y por su trabajo era querido y respetado en el barrio.

—Tienes unos días para resolver el caso —dijo “El Greco”—. El banco nos presiona para hallar un culpable, y para bien o para mal tú eres el principal sospechoso. Dijiste que habías echado en falta un cuchillo de tu casa y que casualidad que es el que esta clavado en el pecho de la víctima. Encuentra a esa mujer. Te juegas muchos años de cárcel.

Al día siguiente de su paso por la comisaría se acercó  a ver a la viuda: necesitaba hablar con ella. Dejó el coche estacionado en el aparcamiento al lado de las dependencias municipales, un paseo le vendría bien, le ayudaría a pensar. Llegó a la casa de la viuda, antes de su cliente, y llamó a la puerta. Tardaron en abrir y cuando lo hicieron  apareció una mujer mayor desconocida para el detective.

— ¿Puedo hablar con la señora Perales?

—Pase —respondió la mujer—. Espere un momento.

A los cinco minutos apreció Eloísa Perales, viuda del director de la sucursal bancaria. Su aspecto estaba  deteriorado: unas marcadas bolsas bajo sus ojos denotaban  el cansancio, la impotencia y la angustia e incertidumbre ante el futuro.

Después de mostrarle su carné de detective y decirle que él fue quien encontró a su marido muerto, le explicó:

—Yo entré en su casa porque Eloísa Perales me contrató: pensaba que su marido la engañaba y quería saber si era cierto.

—Eloísa Perales soy yo y no le conozco a usted. Recuerdo que estuvo el otro día en casa, el día del funeral y se lo agradezco, pero yo no le he contratado y mucho menos para espiar a mi marido.

— No,
 
Foto del archivo de imágenes de la ACDT El Piélago

usted no me contrató, lo hizo esta Eloísa Perales —dijo el detective con aplomo enseñando la foto de la rubia Platino.

—Esa es Clara Navalacruz, una amiga, una buena amiga.

—También me enseño una foto del marido, a quien debía seguir, para saber quién era —insistió  Poyales mostrándole la foto que su cliente le dio de su supuesto marido.

—Ese es Onofre, mi marido, mi difunto marido.  Clara está separada. No conocemos a su ex marido.

 —Si este es su marido ¿por qué cree que me contrató para seguirle?

La viuda se encogió de hombros. Le costaba hablar. Cuando mencionó a su difunto esposo los ojos le brillaron de emoción. Poyales tardó en hablar, no quería herir a la verdadera Eloísa, pero su vida estaba en juego y necesitaba saber la verdad:

—Esta mujer me ha engañado. Sospecho que ella está detrás de la muerte de su esposo para cargarme el muerto a mi. ¿Dónde la puedo encontrar?

—No lo sé —contestó la viuda mirándome con incredulidad—. El día anterior a la muerte de Onofre fue el último día que la vi. No la he vuelto a ver.

—Es una buena amiga y ni siquiera le ha dado el pésame —comentó el detective como si sus pensamientos hubieran escapado sin querer —La noche del asesinato no la pasó en casa ¿Dónde estaba?

— Ya se lo he dicho a la policía —explicó la viuda—: el día anterior a última hora de la mañana recibí una llamada del pueblo, era una vecina de mi madre. Se encontraba mal y quería que la acompañara al médico. Inmediatamente salí para el pueblo. La lleve a urgencias en cuanto llegué, serian las seis de la tarde. Salimos del hospital de madrugada y me quedé allí a dormir. Me despertó la policía con la noticia de Onofre.

—Hábleme de esta mujer ¿Quién es? —pidió el detective.

—La verdad es que no sé muy bien quién es —expresó la viuda—. Una noche, volvíamos de una cena, la encontramos en la puerta muy demacrada y llena de moratones: su marido le había dado una buena paliza. Salió huyendo  y montó en el primer autobús que vio parado. Llegó hasta aquí. Un poco más arriba tiene el bus la última parada. Supongo que ahí la obligaron a bajar. La ayudamos como pudimos. Onofre la ayudó a conseguir una casa en el barrio: el banco, con la crisis,  tiene muchas. Poco a poco, y sin saber muy bien como,  se fue metiendo en nuestra vida, hasta el punto de que no hacíamos nada sin ella. Queríamos ayudarla, que saliera del entorno de violencia en el que, según ella,  estaba metida y proporcionarle una nueva vida, que conociera a otras personas, otros ambientes…eso es todo.

La mujer se quedó callada mirando al detective. Éste esperó paciente unos instantes y al ver que la viuda seguía sin hablar inquirió:

— Usted me oculta algo.

— No tengo por qué ocultarle nada —respondió encogiéndose de hombros.

— Sí, usted me oculta cosas —insistió Poyales.

Ella volvió a encogerse de hombros y dijo con desgana:

— No, le estoy contando todo. No sé nada de Clara excepto lo que ya le he dicho. Ella no quería hablar de su pasado. Había sido muy infeliz, recibió muchos golpes. Mi marido y yo simplemente quisimos ayudarla y lo hicimos.

El detective movió la cabeza como diciendo esta tía me toma por idiota. La miró acusador, impaciente, su futuro estaba en juego y tenía poco tiempo:

— ¿Qué hacían ustedes por la mañanas?

Ella le miró un poco extrañada y contestó:

— Charlábamos. Mi marido a media mañana solía venir a desayunar. Ella a veces también venía y hablábamos. Clara era buena interlocutora, sabía mucho de todos los temas, especialmente de la política y de los políticos.

— ¿Hablaban?  ¿Y qué más?

—Nada, solo eso: hablar —explicó la viuda un poco contrariada.

Poyales, sin dejar de mirarla, sacó el móvil de la faltriquera. Tocó en la pantalla y mostró a la mujer la orgia grabada unos días antes.

Ella se quedó azorada, mirando sorprendida. Muy sorprendida su mirada  iba de la pantalla del móvil a los ojos del detective.

— Cuéntemelo todo —insistió Poyales.

Después de un largo silencio, susurrando comenzó a decir:

Continuará....

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